«Solamente la vida»- El tercer aviso

El tercer aviso

Arrugó el papel con fuerza entre los dedos y lo arrojó a la mitad del patio. Envolvió con una mi­rada cariñosa y triste su rancho, su cañamelar, su parcela de café. Después se inclinó para recoger la nota. La desdobló y observó la letra, igual a la de las dos anteriores: grande, intencionalmente deformada. Leyó la frase:

«Esta es la última advertencia. Si 110 se larga esta noche, mañana lo pasamos al palo. Y imagínese lo que le aremos a su mujer».

Pensó en Gregorio, su vecino. Un mes antes ha­bía recibido los mismos papeles misteriosos, pe­ro no les prestó atención. Y una noche le incen­diaron el rancho, le violaron a la esposa y le ma­taron al hijo mayor. Ahora Gregorio vivía meti­do en el monte, con los «otros».

Guardó la nota en el bolsillo y miró hacia el cielo lleno de sol. Después auscultó el horizonte impreciso de la llanura, y al volverse vio de nuevo su rancho. Se acercó a la sombra del corredor. Se sentó en el suelo y se reclinó contra la pared, construida   con   troncos   desiguales   atados   con    alambre.   Alcanzaba   a oír el ruido de   seda   del        agua   al derramarse en el fondo musgoso de   la       acequia,   A veces el viento levantaba   remolinos        dorados, que corrían  en figuras extrañas hasta        esconderse   entre  los  troncos.  Volvió  la   cabeza        hacia la derecha y contempló con amor las matas        de café, mistificadas con la nieve de los pétalos.       Cuando tornó  a mirar hacia la izquierda pensó       que era ya tiempo de empezar a cortar caña. Pero        los hombres se habían ido. Casi todos estaban regados   por los montes, viviendo como   animales,       escondidos en las grutas formadas por los cata­clismos.   Solo   quedaban   unos  cuantos,   como   él,       aferrados a la tierra, prendidos a ella como si tuvieran raíces. Y ahora le llegaba el tercer aviso. Sacó el papel del bolsillo y lo rompió en pedacitos que  la  brisa  juguetona  dispersó,   al  colarse por entre las vigas negras del corredor.

Pensó   otra vez en Gregorio. Y tuvo el   deseo      momentáneo, fugaz, de unirse a él. Pero la tierra       «lo amarraba. Le tenía cariño, un amor casi sexual.       ¿La cuidaba, le hacía beber el agua de la acequia       cuando los veranos inclementes del trópico la azotaban;    le quitaba las  hierbas que  gastaban   su       savia inútilmente y le sembraba rosas y claveles. Estiró la mano derecha y tomó un poco de esa tierra negra y suelta del corredor. Después la dejó caer lentamente, y se incorporó. Salió al cuadro de sol del patio. Se encaminó hacia el caña­melar y examinó los tallos grises, con pequeños retoños verdes y azules escondidos bajo las lar­gas hojas viejas. Echó a andar por entre las altas matas, separándolas con los brazos extendido ha­cia adelante para no hacerles daño. La tierra es­taba seca, cuarteada, pero a trechos se veían parches de humedad. Tendría qué regarla nueva­mente esa noche, pensó. Y entonces volvió a re­cordar la nota.

El viento producía un raro sonido entre las hojas secas. Era como si, tras de sus pasos, mu­chos seres invisibles se movieran. Salió del ca­ñamelar y se volvió para mirarlo. Estaba muriéndose con el verano. Y el agua, en la parte supe­rior de la montaña, se perdía por entre los helechos. Pero no querían subir. Sin que supieran por qué, les tenían miedo a los «otros'». Pensó que esos eran sus antiguos vecinos, sus compadres, sus amigos. Evocó la figura de Gregorio. ¿Los «otros» lo habrían aceptado? ¿Viviría con ellos? ¿O, por el contrario, siguiendo las huellas de fa­milias enteras, habría ingresado al éxodo de cam­pesinos que marchaban hacia la seguridad de las ciudades?

Oyó unos leves pasos a su espalda y se volvió, asustado. Era Mariángela, su esposa. Recortada contra el fondo brillante de la llanura por la cuchilla de la canícula, su figura tenía un encanto raro, una inusitada belleza. Se miraron un momento como si temieran acercarse, y fue final­mente ella quien dio los primeros pasos hacia Gonzalo.

—¿Dónde estaba, mija?

—Donde mis padres, He traído mis cosas, y ellos se quedaron llorando.

—¿No era lo más natural que se viniera a
vivir conmigo? Para eso el cura nos echó la bendición hace ocho días.

Inclinó la cabeza, ruborizada, y se !e acercó-Los ojos verdes, semicerrados por una especie de miedo dulce que la hacía vibrar toda, tenían una belleza extraña, fascinante; le temblaban un poco los labios, como si fuera a prorrumpir en llanto, y en las mejillas suaves se le pintaron dos rosas encarnadas que le crecieron hasta el límite im­preciso de las ojeras.

Gonzalo la tomó de la mano. Ella levantó el rostro, temerosa, y lo contempló con sus enormes ojos claros, en los cuales se mezclaban el deseo y la angustia. Cuando el hombre se sentó en el sue­lo ella lo imitó y quedaron frente a frente, ahora sin mirarse, todavía tomados de la mano. Nueva­mente el viento bailó enloquecido por entre los tallos uniformes del cañamelar, y cuando llegó hasta ellos despeinó los cabellos oscuros de Mariángela.

-A mí papá le han avisado que se vaya —dijo ella, sin levantar la cara.

—A mi también. Es el tercer aviso.

—¿ Y qué hacemos ?

—No sé.

Gonzalo se acercó y la besó en la cara, con ter­nura. Después ella misma le buscó la boca. Su res­piración se tornó anhelante y le agitó el pecho, maravillosamente levantado en dos ánforas ple­nas de ternura.

El sol se desangraba sobre los ceibos. Hacia los esteros del occidente pasaban las bandadas de garzas, avivando con los abanicos de sus alas el incendio celeste. Se prendieron las estrellas y la tierra corrió a guarecerse bajo los árboles dor­midos.

—¿Qué hacemos, mija? ¿Tendremos qué de­jar todo esto?

—¿Y a dónde iremos?

Ahora, desde el corredor, miraban la sombra que avanzaba, esquiva, por el cañamelar seco; que nacía de las corolas cerradas que soñaban con el amor de las abejas sobre los gajos de los cafetos; que parecía salir de fondo melodioso de la acequia, o caer desde el cielo como una llovizna impalpable.

—Es  el  tercer aviso,  mijo,  Acuérdese de lo que le pasó a Gregorio.

—Si no nos vamos, nos matarán mañana.

—¿Qué quieren? ¿Por qué lo hacen?

—No sé… Deben estar locos.

—Mi padre dijo que querían vengarse; que tal vez ellos no tienen la culpa, porque crecieron entre la sangre; que a los padres de ellos los ma­taron, y que están desquitándose.

—Eso mismo dicen los «otros», Es una dis­culpa igual. Yo creo que todo son mentiras, y que simplemente están locos. Es como sí el agua hubiera sido envenenada.

La sombra se había tornado intensa. La luna era un paréntesis solitario en el amplio cielo lleno de estrellas.

—Vámonos, mija.

—¿Y a dónde?

—Donde los «otros». Yo tengo mi machete y la escopeta vieja, de cazar venados,

—¿ Nos matarán si nos quedamos ?

—Sí, Ellos quieren la tierra. La necesitan to­da, porque les sobran muertos y no tienen sufi­cientes tumbas.

Gonzalo se incorporó y salió al patio. Mariángela entró al rancho, sacó el machete, la escope­ta y una cobija.

—Vámonos.

—Espere, mija. No voy a dejarles esto. Es mío. Si quieren la tierra la tendrán sola, desnuda. Para sembrar cadáveres.

Se acercó al cañamelar. Una débil lumbre ro­jiza le creció entre las manos. Cuando Mariánge-1a creyó que se había extinguido, surgió más fuer­te, amarilla y verdosa, y fue agigantándose em­pujada por la brisa, como un fabuloso monstruo desatado de pronto. Después Gonzalo se acercó al rancho, amontonó paja y hojas secas, y con una caña encendida le prendió candela. La esposa lo miraba, y en sus enormes ojos verdes corrían -—danzarinas malditas— las llamas.

—Ahora sí podemos irnos tranquilos. Nos meteremos a la montaña, con los «otros», Des­pués tendremos que hacer un rancho nuevo, en una tierra ajena. Pero que no esté llena de san­gre.

Se marcharon. Mariángela llevaba la cobija doblada sobre los hombros, y Gonzalo el mache te al cinto y la escopeta terciada corno cuando sa­lía al páramo distante, a perseguir venados. De súbito se volvió, y contempló el rancho que ardía furiosamente. Las llamas iban sobre el cañame­lar de un lado a otro, haciendo reventar los tallos, y el viento lanzaba hacia todas partes ráfagas de cocuyos momentáneos que se morían bajo la som­bra de los árboles.

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