La jubilación no es para amilanarse, es para gozársela.

Por: Rufino Acosta R.

Hay que tomarla cuando todavía no se necesitan muletas ni hemos perdido la memoria.

En modo alguno se trata de una exageración novelesca: lo expresamos por experiencia propia. Sabemos lo que significa, lo que se siente, y el mensaje frustrante que transmite. Cuando llega el momento de la jubilación, parece ser el fin del mundo. O, al menos, es lo que piensa la mayoría, antes de poner a volar la mente, caer sobre el techo de la realidad y descubrir el craso error.

El paso a la condición de pensionado, de ninguna manera traduce desplome, no es el fin del mundo ni el cierre del ciclo vital eficaz del hombre (y de la mujer, para que no se moleste doña Florence Thomas). Supone nada más la entrada a un nuevo estadio, en el que se descubren maravillas y la vida toma otra forma. Está lejos de ponerle talanquera al deseo de ser útil, y no es causa válida para que se evaporen las ilusiones. Esa imagen apocalíptica carece de asidero, y se diluye en el vacío de la sinrazón, a pesar de algunas muestras coyunturales que llevan a pensar lo peor y estimulan el desconsuelo.

¿Qué es la jubilación? En condiciones normales, debe entenderse como un derecho cierto e indiscutible, ganado con el sudor de la frente, del intelecto o del esfuerzo profesional, que el Estado está obligado a reconocer por mandato normativo. No encierra un privilegio gratuito, no es una lotería ni el producto de un acto libérrimo y generoso del gobierno de turno, como algunas veces se trata de dar a entender para justificar medidas alcabaleras. Es la devolución del ahorro de toda una vida que paga sus dividendos, y debe recibirse cuando todavía no necesitamos muletas ni hemos perdido la memoria.

Algunas reflexiones importantes

A partir de esa percepción, irrefutable, valen otras reflexiones para matizar el punto que hoy abordamos de frente, con cierto sentido anecdótico y el inevitable toque emotivo, lo que para nada le resta fuerza o validez al enfoque.          

Por ejemplo, de vez en cuando, la preocupación ajena causa más efecto negativo, desde luego sin pretenderlo. Los amigos se inquietan de verdad por la suerte del jubilado, o éste se deja llevar por la onda pesimista, y cree que se le viene encima la noche, oscura y cruel, para aplastarlo y romper una rutina de largos años. ¡Y ahora qué hago! Esa mezcla cargada de angustia suele tener un efecto devastador.

Para el recreo, varios casos personales pueden ser  aleccionadores. Poco después de abandonar las toldas de El Espectador (el glorioso diario de los Cano, desde luego), recibí la llamada de un viejo amigo y maestro del Derecho: “lo siento mucho”, fue su amable y compasiva frase. Le dije, gracias, mientras yo me preguntaba, sin musitar palabra: ¿será que alguien le dijo que estaba enfermo? Por supuesto, el justo afán nacía de la noticia sobre “mi retiro a los cuarteles de invierno”. Seguía la fastidiosa tradición.

Pasados tres o cuatro años, me encontré con otro fraternal allegado y, tras el saludo de rigor, soltó la esperada pregunta, sin duda de buena fe: “¿y ahora qué haces?… ¿vegetar?” No supe si reír o irritarme. Opté por la sonrisa. Al fin y al cabo, me topaba con una reacción habitual en Colombia, frente al panorama pensional, convertido algunas veces en una especie de lastre o infortunio, todo lo contrario de lo que significa.

La vida sigue y hay que gozarla

Claro que el interrogante supremo podría escucharse en cualquier esquina: “Bueno, ¿y qué haces… descansar?”. En esos instantes infinitos dan ganas de agarrar por el cuello al fulano y aclararle que no, que sigue activo y dinámico, que ya no marca reloj pero mira la vida desde una perspectiva diferente, y le da mayor valor a las pequeñas cosas, sin abrirle nunca el paso al desespero invencible o al ocio del fastidio eterno. Que está en una dimensión distinta, en otro paseo, para acudir al lenguaje popular.

Por eso, estimado jubilado, por favor, no se deje amilanar. La vida sigue, y merece gozarla sin los afanes del ayer, mientras alimenta el espíritu y redobla esfuerzos por mantenerse alegre, vital, productivo y sereno. Piense, además, que ya no tendrá que soportar las vaciadas de un jefe engreído o incompetente ni hacer carreras contra el cronómetro para llegar a tiempo, día tras día, al lugar del trabajo. Ahora es dueño de su mundo y puede hacer lo que le de la gana, algo que no tiene precio.

Por mil razones, pensionarse no es sinónimo de males, sino de cosas buenas. En consecuencia, cuando alguien se quiera pasar de listo y trate de compadecerlo, sonría, y, si quiere, mándelo, así sea con la imaginación, para lo más alto del mástil de los antiguos navíos, donde quedaba el Carajo*. No lo olvide.

*Según la  Real Academia Española, El Carajo era la pequeña canastilla que se encontraba en lo alto de los mástiles de las carabelas (navíos antiguos) y desde donde los vigías oteaban el horizonte en busca de señales de tierra. Por su ubicación, sin embargo, se movía en exceso, provocaba mareo y, por lo tanto,  nadie quería ocuparlo. Era, en la práctica, un sitio de castigo, y  no propiamente del carajo, como hoy se dice en la calle,  cuando se trata de ponderar algo.

Sobre Rufino Acosta

Periodista y abogado. Se inició en el programa Deporte al Día, de La Voz de Santa Marta, en 1960. Trabajó con El Informador de la capital del Magdalena entre 1961 y 1964. Fue corresponsal de El Espectador en 1964 y desde 1965 hizo parte de la redacción deportiva en Bogotá, hasta su retiro en 1998. Estudió Derecho en el Externado de Colombia (1965-1969). Afiliado al CPB y Acord Bogotá.

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