El Robin Hood de los libros

Este es el conductor un camión de basura que recoge libros de los ricos para entregárselos a los pobres. Con las obras halladas fundó la biblioteca del barrio y hoy ya tiene casi 10.000 ejemplares que los niños pueden consultar gratis.

Por Germán Hernández.

José Alberto Gutiérrez.

José Alberto Gutiérrez.

Antes de ser rescatada, la hermosa mujer infiel de ojos claros agonizaba al lado de una bolsa de leche magullada, algunas sobras de arroz tostado y media ensalada de escurriduras de frutas, folletos rasgados y migajas de mojicón. Y aunque aún conservaba la estirpe de la Rusia de finales del siglo XIX al alcance de la mano, exhalaba el último aliento en medio del aire oxidado por los tomates podridos y con sus pulcras manos de aristócrata de San Petersburgo a punto de ser manchadas de mermelada de mandarina.

Así la encontró José Alberto Gutiérrez en una noche de abril de 1995. Él iba conduciendo un camión de dos toneladas por las estrechas callejuelas del barrio Bolivia, al occidente de la capital y, aunque no reconoció a la bella adúltera, la tomó entre sus brazos con una suavidad humilde, le limpió un par de cortezas de lechuga que se le habían pegado en el lomo y susurró su nombre sin saber qué diablos significaba:

–Ana Karenina –­dijo.

“Confieso que no tenía ni idea de quién se trataba ella –afirma hoy este bogotano de 46 años todavía al frente del timón de su poderoso Kodiac–, ni mucho menos quién era León Tolstoi”. Pero recuerda que recogió el libro impreso con esos estrambóticos nombres con un cariño de recién nacido, que hojeó sus páginas imperiales untadas de bazofia plebeya y que lo guardó con sigilo en la cabina de su armatoste rodante. Como conductor de los carros recolectores de basura de la empresa Lime, de Bogotá, sabía que, por normas distritales, está terminantemente prohibido tomar cualquier cosa hallada entre los desechos de la ciudad.

Sin embargo, aquel tesoro resultaba tentador e irrechazable. “Me parecía increíble que, habiendo en mi barrio tanta necesidad de leer, la gente rica botara semejantes obras de arte”, afirma. Y entonces se le ocurrió la heroica idea de seguir recogiendo tesoros en donde otros suelen botarlos, para armar una biblioteca popular dotada con libros que estaban condenados a morir, como hojas secas, en algún relleno sanitario.

En 17 años, este Robin Hood literario ha salvado cerca de diez mil ejemplares refundidos en el bosque de los objetos descartados, con los que conforma la primera biblioteca pública del barrio La Nueva Gloria, en la localidad de San Cristóbal Sur. Él mismo la bautizó con un nombre digno de una novela de Tolstoi: ‘La fuerza de las palabras’.

Y la montó en la propia sala de su casa, adonde hoy acuden cientos de niños de la zona para comprobar el alcance de aquella fortaleza. Allí se encuentran con verdaderas reliquias literarias que Gutiérrez ha ido atesorando luego de ser abandonados en los barrios de alcurnia de la ciudad, y que van desde una colección de ocho tomos sobre la primera y segunda guerras mundiales hasta un par de enciclopedias completas de Salvat y Cumbre, pasando por antologías exclusivas de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Una de las más consultadas es, precisamente, la joya de la corona: Ana Karenina, de León Tolstoi.

“Pero a mí la que más me gusta es una obra que encontré en el 97 –confiesa el lector recolector–: y es el Corán. Tiene el sello de la embajada de Irán y hay que leerla al revés”. Luego explica que, como a todas las que hoy reposan en los anaqueles del primer piso de su humilde vivienda, también la acogió en su camión de basura antes de llevarla hasta su refugio de letras.

Su esposa, Luz Mery Gutiérrez, es la restauradora oficial de solapas y portadas de ‘La fuerza de las palabras’, y la encargada de resucitar las hojas ultrajadas, los lomos descosidos y las palabras moribundas. Ella les limpia las heridas y les purifica las ideas antes de regresarlas a la vida en unas estanterías de segunda mano, pero dignas de un escritor, que una señora les obsequió sorprendida por esta realidad mágica.

Toda la familia Gutiérrez Gutiérrez participa en este cuento de hadas. María Angélica, la mayor, preside talleres de lectura cada sábado, al lado de Soline, una profesora francesa que se maravilló con la idea y que aprovecha la ocasión para enseñarles a los niños, además de la pasión por las letras, la lengua de Voltaire. Juan Sebastián, de 17 años, es el joven director de la improvisada biblioteca que hace las veces de ángel de la guarda de casi todas las tareas y trabajos manuales que se les ocurren a los profesores del área. Y, a los 12 años, Marylin Marcela se encarga de recibir a un promedio de entre 30 y 40 visitantes diarios que frecuentan este centro literario.

José Alberto Gutiérrez y sus lectores

José Alberto Gutiérrez y sus lectores

“Toda nuestra vida gira alrededor de la biblioteca”, sostiene Gutiérrez, que en cada mañana le entrega a su mujer los tesoros hallados en la jornada de la noche anterior. Luego le dedica un par de horas a la lectura, placer que hasta los dioses de la imaginación le fomentan con uno que otro milagro como el que le ocurrió hace unos meses. Había visto la propaganda una colección de libros sobre cómo ser un mejor hombre, que quería comprar en cuanto ahorrara algo de dinero. Y una noche, cuando avanzaba en el recolector Kodiak por el barrio Gratamira, en la avenida Boyacá con calle 130, las tres obras que componen la serie estaban allí, metidas en una caja y sin encuadernar. “Estaban tirados en la calle de un país en donde hacen falta tantos valores”, suspira.

Así, como llovida del cielo, la vida se ha encargado de reconocerle sus propias calidades. De la misma manera, varios buenos samaritanos le obsequian libros para aumentar la biblioteca y uno de ellos le regaló un par de computadores con los que la tecnología llegó a este mundo de las letras abandonadas. Gracias a esos artefactos, la biblioteca también ofrece servicio de Internet, gratis, a unos visitantes que entonces pueden compartir la velocidad del ciberespacio con la fuerza de las palabras.

Y ellas, sin embargo, parecen ganarle la partida a la tecnología. La biblioteca se ha convertido en el centro de reunión de los habitantes de La Nueva Gloria, en donde platican y discuten los problemas del barrio, y por eso muchos en la zona lo reconocen como un líder. Pero él, con modestia, prefiere que lo llamen ‘ratón de biblioteca’ y que le colaboren con la educación de los niños.

Para ello creó la Fundación Colombia Presente, con la cual aspira a fundar un museo de libros en el que la gente encuentre –y utilice– todas aquellas obras rescatadas del infierno. “Claro que mi sueño es crear más bibliotecas en otros barrios”, dice.

Y en eso trabaja desde hace dos años, cuando empezó a trabajar en la empresa Aseo Capital, que recorre otras zonas de estratos medio y alto de la ciudad. El turno que la asignaron es el mismo: de 11 de la noche a 4 de la mañana, un lapso propicio para redimir miles de personajes en busca de autor. Una labor que se ha tornado difícil y escasa debido a que los ‘recicladores’ pasan primero por las canecas y se llevan los libros a vivir otro tipo de novelas.

Por ese motivo, la principal fuente de recopilación de obras para ‘La fuerza de las palabras’ proviene de gente que le dona obras cada vez que se entera de la existencia de este Robin Hood de la escritura. “La verdad –afirma–, no hemos recibido un solo peso, pero sí tenemos muchos amigos”.

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