Veteranos de la guerra y sus testimonios de película

¡Qué tiempos aquellos!

Por: Gilberto Castillo

La guerra contra  Saddam Hussein  no ha sido el primer conflicto internacional  en el cual participan soldados colombianos. En la de Corea, de 1950 a 1953, el Batallón Colombia se hizo famoso por su temeridad y valor, pero tampoco fue el primero. Las investigaciones nos conducen  hasta la Segunda Guerra Mundial. Medio centenar de colombianos pelearon  de parte de los aliados en esa conflagración que dejó más de 38 millones de muertos y semidestruida a Europa. Tanto entonces como ahora los soldados  han tenido que desafiar las inclemencias del desierto. Así lo confirman algunos veteranos de la guerra contra Hitler  que viven en Bogotá.

Todos ellos recuerdan nítidamente aquel 18 de junio de 1940, cuando el generalCharles de Gaulle lanzó desde su exilio, en Inglaterra, un llamado  para que todos los voluntarios del mundo, sin distinciones de raza o religión, se le unieran  y lucharan porFrancia, que meses antes  había caído bajo el dominio de los nazis. Cincuenta colombianos llegaron a Europa formando parte de los miles de hombres que respondieron al llamado. Bajo las insignias  de la Legión Extranjera combatieron contra los ejércitos de Hitler. Ellos, Gil Serrano,  Jairo Botero, Gustavo Quintero y Pierre Sarre–éste último franco-mexicano-, cuentan algunas de sus peripecias en el desierto delSahara y en el continente europeo.

Novedad en el frente

Gustavo Quintero y Jairo Botero se presentaron como voluntarios en Colombia.Serrano se enroló en Panamá donde trabajaba. Pierre se ofreció en la propia capital de Francia.

Después de una travesía de dos meses, los colombianos llegaron a Camberly,Inglaterra, donde recibieron instrucción militar durante casi un año. Junto con voluntarios de otros países  integraron la Legión Extranjera. Esta salió para el Africacon la misión de enfrentar  al mariscal Rommel, quien esperaba vencer  para luego apoderarse de Suramérica, entrando por Brasil. “Nuestro encuentro con la guerra  fue en Marsá Matruh –dice Gil Serrano– . Con Azael Torrado, otro colombiano, la primera noche nos metimos bajo un camión  y nos quedamos observando  lo que para nosotros no pasaba de ser  unos juegos pirotécnicos. El cielo  se iluminaba tanto que hubiéramos podido sentarnos  a leer un periódico”.

Pero a medida que pasaba el tiempo y eran acosados por el enemigo,  se dieron cuenta que combatir  mientras cargaban un equipo de veinte kilos a la espalda, no era ningún juego. “De Marsá Matruh  salimos hacia Tobruk porque la meta del Octavo Ejército, al mando del general Montgomery, era la de apoderarse  de este puerto a través del cual  los alemanes se abastecían de agua  y gasolina –rememora Jairo Botero-. La táctica de combate  era la misma que utilizaron  los aliados  contra los iraquíes. Primero la aviación hacia una labor de ablandamiento, y luego llegábamos los de infantería, que éramos como una tropa de ocupación”.

Gustavo Quintero continúa la narración: “En un principio, nosotros avanzábamos y ellos retrocedían. Pero antes de ganar  nosotros en la famosa batalla  de El Alameinnos derrotaron  en la de Bir-Hakim, y a partir de allí, a lo largo de 1.800 kilómetros de arena fuimos perseguidos de manera implacable por Rommel y su ejército. Y al contrario del actual Batallón Colombia, que por fortuna no está en guerra, nosotros tuvimos que aprender a ganarle a las balas, a la insolación,  a la deshidratación y a la fatiga de la guerra, bajo una temperatura que a las doce del día y a la sombra alcanzaba cincuenta grados. Cuando el enemigo estaba a punto de arrojarnos  al mar  sobre el  Canal de Suez, afortunadamente se le acabaron las provisiones y, con la ayuda de los norteamericanos, que ya habían entrado en la guerra, pudimos reagruparnos y contraatacar, y los hicimos retroceder  hacia Tobruk. A estas alturas llevábamos más de un año combatiendo”.

Al igual que los iraquíes ahora, los alemanes de Hitler instalaban simulacros. A algunos carros con cañones de madera y con otros aditamentos  los disfrazaban de tanques, y tanto la aviación como la artillería aliada terminaban bombardeando objetivos ficticios. También regaban muchas trampas  por el camino.  A los cadáveres de sus compañeros los minaban  y les dejaban como señuelo una cámara, una ametralladora o alguna otra cosa que despertara la ambición  de los soldados, para que al momento de cogerla explotaran. “Lo mismo ocurría con un estilógrafo, un jabón u otro objeto  que encontráramos tirado en la arena”, añade Pierre Sarre. Como no podían enterrar los cuerpos por falta de tiempo y por temor a que estallarán, para evitar la pestilencia, que a veces se extendía hasta cuatro kilómetros a la redonda, les prendían fuego.

El agua es oro

El equipo de cada soldado lo componían una pala pequeña y una pica para cavar trincheras: una manta y una diminuta carpa de dormir.  Para poder entrar a la carpa gateando –a fin de protegerse de los francotiradores– hacían un hueco en la arena.
Todos los días, las carpas amanecían con nuevos agujeros. La ración,  que les entregaban  entre las cinco y las seis de la tarde,  contenía un litro de agua, una lata de tortilla de huevo, otra de carne con puré de papa, un tarrito de leche condensada, tres cigarrillos y unos fósforos de cartón.  A Gustavo Quintero le llamaba siempre la atención  la ración K: “Esta consistía en un papel encerado que envolvía unas galletas y, al prenderle fuego, durante tres minutos nos daba la oportunidad de preparar el café o calentar la comida”.
El agua era lo más preciado para los soldados. Jairo Botero la define así: “Una gota de agua en ese desierto  equivalía a una  moneda de oro. Para aprovecharla al máximo y evitar  la deshidratación nos daban instrucciones  muy similares a las que reciben hoy los soldados que salen para el Sinaí. No debíamos hablar demasiado,  ni gritar mientras disparábamos. Teníamos que evitar consumir alimentos sólidos entre las diez de la mañana y las tres de la tarde, y en cambio tomar un sorbo de agua permanentemente.  A pesar de que nos daban cigarrillos, nos recomendaban en lo posible no fumar; tratar de proteger al máximo la cabeza y la nuca y no caminar ni movernos  más de lo necesario”.
Para que no se les ampollara la piel por las quemaduras del sol,  a cada soldado le aplicaban en la espalda una inyección que resultaba muy dolorosa y hasta producía fiebre. A pesar de esto se quemaban  y no resistían ni siquiera la camisa. Por eso,  de uniforme tenían una gorra, o un casco si podían sostenerlo en la cabeza; unos zapatos de lona  que aislaban  el calor de la arena y permitían la entrada del aire a los pies; un pantaloncillo –nadie usaba pantalón- , una máscara de gas y una bayetilla de cuatro metros que les daban para que se envolvieran  alrededor de la cintura. Esta tenía como objeto conservar el calor del cuerpo para la noche,  cuando la temperatura bajaba a cero grados.  Muchos no la utilizaban, y entonces por el cambio tan brusco del calor al frío  se deshidrataban y sangraban por el recto. Igual les sucedía allí a los negros de Senegal, que creían estar acostumbrados al calor y no se aplicaban la inyección.
Todos coinciden en esto: que después del sol y del ejército contrario, el tercer gran enemigo  que tiene un soldado en el desierto son los sirocos. Pierre Sarre, que manejaba uno de los tanques aliados, recuerda aún con terror: “Estas tempestades de arena duraban entre siete u ocho horas, y lo único que podíamos hacer era acostarnos y esperar a que pasaran. Les teníamos mucho temor, porque atascaban los tanques y las armas, y gastábamos demasiado tiempo limpiándolos.  Para poder comer y beber un poco de agua debíamos taparnos con la manta. Otras veces nos desorientábamos  porque un montoncito de arena que estaba al frente desparecía  y quedaba atrás o a un lado”.
Gil Serrano parece revivir los hechos cuando cierra este capítulo del desierto: “Después de contraatacar y perseguir a los alemanes, llegamos por fin a  Tobruk, donde chocamos con la línea de resistencia más fuerte que tenían ellos. El estruendo de la batalla se oía durante las 24 horas. Como no avanzábamos  y ellos no retrocedían, nuestros servicios de inteligencia decidieron que la mejor forma  de desalojarlos  era taponando el acueducto y conectándoles agua de mar a los tubos. Esa labor de “ingeniería” concluyó a las seis de la mañana, y cuando abrieron las llaves y bebieron, muchos alemanes murieron, y otros, acosados por la sed, se entregaron. ¡Era angustioso oírlos pedir un vaso de agua! A los que seguían haciendo resistencia desde los alrededores, y que eran miles, desde los aviones  se les arrojaron hojas volantes  escritas en inglés, español, italiano y alemán. En ellas se les decía que no se hicieran matar, que pensaran en sus familias, en sus esposas y en sus hijos, que si se entregaban serían tratados con dignidad. Finalmente se rindieron y así concluyó la campaña del desierto”.
Un prostíbulo en el Sahara
Durante los dos años que duró la campaña de Africa, el único que tuvo oportunidad  de  tomar dos descansos fue Gustavo Quintero. “En el primero me concedieron ocho días y me fui para Alejandría, donde me hospedaron en una casa muy confortable que tenía el ejército. Allí, junto con otros compañeros, hacíamos lo mismo que se ve en las películas. Nos íbamos a los bares y nos los poníamos de ruana. No en vano el ejército era amo y señor. El segundo permiso, por no llamarlo de otra manera, se presentó cuando, estando cerca de Túnez, y prácticamente había concluido la campaña, un capitán de la primera división y dos compañeros más, me llevaron a la ciudad.  En un principio no sabíamos para qué, pero cuando entramos en una casa de citas, después de echarnos una canita al aire nos dijo el capitán que escogiéramos a las diez muchachas más bonitas que no tuvieran ninguna cicatriz ni tampoco estuvieran enfermas. Con ellas regresamos al campamento, donde los médicos les hicieron todo tipo de exámenes, y una vez que comprobaron que no tenían ninguna enfermedad contagiosa las instalaron en unos cubículos, donde cada soldado podía obtener sus servicios después de comprar una ficha.  La tarifa estaba de acuerdo con el rango. Los tenientes pagaban más que los sargentos  y éstos que los cabos, y los cabos más que los soldados. Cada noche las colas eran interminables, y para evitar desórdenes ponían guardias a la entrada.
Esto fue lo que no le gustó a Gil, pues la primera noche le tocó de vigilante y la impaciencia fue grande.  “Sin embargo, al otro día fui el primero en la cola”. Después de este “pequeño recreo”, como lo llaman ellos,  salieron para Europa, donde continuaron luchando durante dos años más.
Por su experiencia en el desierto creían que sería fácil derrotar a los iraquíes en ese terreno, y por ello se sorprendieron grandemente de la forma como se entregaban  o huían  los soldados de Saddam Hussein. “Fue una inesperada derrota. Pero las armas modernas  y la estrategia militar que engañó  a  Irak les dieron la victoria a los aliados. Y Hussein resultó, como dijo el general Schwarzkopf, que no era ni siquiera un soldado”, concluyeron los veteranos del Sahara.

Hoy, casi un siglo después, con sus amigos siguen haciendo remembranzas de las situaciones por las que tuvieron que pasar. Con nostalgia recuerdan a sus compatriotas  Adriago Gutiérrez  e Ismael Arango, que dejaron sus vidas sobre las ardientes arenas del desierto.

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