Sólo para mayores de 40 años: La época de los Cocacolos, camajanes y pandillas.

Por: Edgar Hozzman

De las primeras pandillas de la ciudad también nos habla,  al igual que de los duelos  que  estas sostenían  no por dinero ni por droga sino por las  chicas lindas que asistían a las Coca-Colas bailables de los sábados. Sin duda un documento valioso para quienes añoramos esa época de  “años dorados decocacolos”, sobre todo cuando esta escrita por uno de sus protagonistas.

El icono del cine James Dean era símbolo de libertad y rebeldía, era el modelo en que se conjugaban las ilusiones y fantasías. «Rebelde sin causa» fue la luz que señaló el camino hacia el protagonismo de los habitantes de la segunda mitad del siglo XX, a la que se le aportó vitalidad y ritmo, con creatividad, originalidad y personalidad y así romper con lo establecido: antes y después de los sesenta.

Los primeros rebeldes sin causa criollos fueron los hijos de papi, conocidos entonces como ‘cocacolos’. Sacaban sin permiso el carro de la familia e intentaban emular a su héroe, James Dean. Al frente del volante tenían como pistas la Autopista Norte de Bogotá y las vías que estaban colonizando en la otrora republica­na hacienda del Chico. Ellos eran buscapleitos, guapetones, osados, irreverentes e irresponsables. Sus atuendos eran bluejeans america­nos, suéteres de colores vivos, zapatos mocasines, medias blancas, chaquetillas toreras de cuero, gafas de lentes oscuros, corte de pelo cepillo, el mismo de los militares americanos. Con ellos nacieron las primeras pandillas juveniles que alarmaban a la puritana sociedad de la llamada «Atenas suramericana».

En 1.961 se presentó West Side Story, Amor sin barreras, una versión gringa de Romeo y Julieta, en la que los Capuletos y Montescos fueron sustituidos por gringos y puertorriqueños. Esta película tuvo eco en los cocacolos y camajanes nacionales; los primeros se identificaban con los pandilleros rubios y los segundos con los puertorriqueños. En otras palabras, los hijos de papi y los hijos del proletariado. Los territorios estaban bien demarcados: norte y sur de la ciudad. La línea que demarcaba esta frontera imaginaria y de prejuicios, era la zona internacional: el Hotel Tequendama.

A los cocacolos los vestían en almacenes exclusivos como El Romano y El Plaza; a los camajanes los vestían en El Roble, almacenes Ley y Tía y los sastres del barrio Restrepo y el Siete de Agosto. Los primeros lucían prendas importadas y los segundos made in Colombia.

Después de Amor sin barreras hubo una proliferación de pandillas juveniles. Las más recordadas: La plaga, La Boa, Los Hermanos Murcia, Dillinger, Los Chicos malos, entre otras. Para las autoridades eclesiásticas fue tema de pulpito en una de las siete palabras en la Semana Mayor. Los curitas no entendían porqué la juventud había escogido el camino de liberarse de sus padres, pertenecientes éstos a las ejemplares generaciones de los años veinte y treinta. Tampoco entendían por qué los jóvenes buscaban protagonismo a su presente. Lo preocupante para la Curia no era que los buenos modales -tradicionalistas y conformistas-, pasaran a un segundo plano. La realidad era otra: la juventud no mostraba ningún interés por los seminarios.

Los subliminales mensajes del pulpito tuvieron eco en otras autoridades, como las policiales, que no ahorraban esfuerzos para fustigar a los jóvenes. Comenzaron a pedir con más frecuencia papeles de identificación a los mayores de dieciocho años, especialmente la tarjeta de identidad, el certificado de Policía y la Libreta Militar. Este documento fue el dolor de cabeza no sólo de esa generación sino de la de ahora. Esta angustia comenzaba a atormentar a los muchachos desde los diecisiete años.

Con la cinta Amor sin barreras también llegó un nuevo concep­to en la moda: las botas de tacón cubano desplazaron a los mocasines; las camisas de colores chillones donde predominaban el rosado, el amarillo y el lila fueron cambiadas por las camisas clásicas de un tono; los pantalones apretados reemplazaron a los clásicos blue jeans; las chaquetillas continuaron siendo toreras pero más sueltas, de tela, paño o nailon, con rayas rojas a lo largo de las mangas; los suéteres también fueron sustituidos por sacos apretados y cortos; las corbatas eran más delgaditas; los copetes se comenza­ron a acicalar con brillantina Glostora que desplazaba al Lechuga, fijador que no permitía flexibilidad a la «melena’; la marihuana empezó a tener más estatus y la fumaban personas del sur y el centro, los participantes de la bohemia artística y algunos persona­jes de la radio, la televisión y ciertos periodistas.

Hasta el idioma cambió

El léxico de las pandillas o galladas se fue enriqueciendo: hebra, vestido completo; mecha, vestido de dos colores; chamarra, chaqueta de cuero; zafa, no moleste o no joda; pinta, buen atuendo informal; la pinta, muchacho, hombre; buena pinta, bien plantado; Zonas, cuidado, ojo; sardina (o), persona joven; loro, radio; bobo, reloj; mico, muchacho enemigo; pisos, zapatos; raqueteada, esculcada de la policía; mazo, revólver; chuzo, navaja; legal, agradable, chévere; maceteada, golpiza; acotada, muenda en una pelea a puño limpio; kenke, yerba, marihua­na; pitaco, fumada de marihuana; trabado, enmarihuanado; cacho, cigarrillo de marihuana; fulero, ostentoso; barra, pandilla; cayetana, callado, no hable; Carretilla, hablar mucho; novilla, novia; llave, amigo leal; zanahorio (a), sano sin mañas; fresco, tranquilo; líchigo, mala gente, falso; man, hombre, muchacho; friquiado (a), aburrido, triste; darse el ancho, retirarse; tirar paso, bailar bien; teus, usted.

Por razones laborales me movía en el territorio de la gente del sur y del centro e iba a sus fiestas donde perfeccioné mi estilo de baile con nuevos pasos para el sonido antillano, nuestra música tropical v desde luego el rock and roll. Las rumbas de esta gente eran continuas competencias de baile, «tirando paso». Algunas de estas fiestas terminaban en peleas dirimidas a la vuelta de la esquina donde se celebraba la reunión, a mano limpia, en enfrentamiento sin armas.

La mayoría de la gente que rumbeaba en el centro de la ciudad, concretamente en el barrio Santa Fe, trabajaba y estudiaba de noche. Los lujos eran las colonias Yarley, Pino Silvestre y Brut, los relojes Mido, vestidos Blazer y esclavas con el escudo de la FAC.

Las pandillas guerreaban por las niñas bonitas

Las presentaciones de rock and roll en el Teatro Colombia dieron paso a los enfrentamientos entre pandillas que peleaban territorios y defendían el honor de alguno de sus miembros. Los encuentros se daban en parques y sitios estratégicos -que no estuvie­ran cerca de alguna Comisaría de Policía- como por ejemplo, en Chapinero, el parque de San Luis, en los Barrios Unidos, en la estación del tren de la calle 68 con carrera 33, en el centro, la calle 22 entre carreras 4 y 5. En una de estas contiendas se enfrentó una barra del sur contra otra del norte. La manzana de la discordia fue el amor de una de las hermanas Rodríguez, tres bellas sardinas: Claudia, Elsa y Fanny. Ellas disfrutaban de gran independencia y libertad, sus padres eran pensionados, no las molestaban ni estaban pendientes de lo que hacían o dejaban de hacer, algo inusual en aquella época. Vivían en el barrio Santa Fe y eran las consentidas de la gente del centro. A ellas les gustaba escaparse al norte, donde Claudia, la menor, se enamoró de uno de los capos de este sector. La noticia llegó a oídos de las pandillas del sur y del centro; este hecho fue considerado como una afrenta para el honor de la gallada; además, uno de los duros del sur la pretendía. Ella no se atrevía a rechazarlo por miedo a las represalias. La aventura de Claudia originó un consejo de guerra entre las pandillas del centro y sur y la aclaratoria de guerra, a la del norte.

Las reglas para estos enfrentamientos -tomadas de las pelícu­las Amor sin Barreras y Rebelde sin causa– eran claras y debían respetarse. Pelearían los ofendidos a mano limpia y si llegaban a utilizar alguna arma como cadenas, navajas o manoplas, debían ser iguales; el resto de la pandilla intervendría en caso de que alguien lo hiciere en apoyo de uno de los contendientes, quienes estarían rodeados por los miembros de las respectivas barras. Una vez finali­zada la pelea, si quedaba alguna cuenta pendiente, ésta se saldaría de la misma manera que la pelea estelar. Estas reglas por lo general o casi nunca se cumplían y los enfrentamientos terminaban en batallas campales donde los grandes damnificados eran los vecinos por la cantidad de ventanales rotos.

Un duelo que terminó en tragedia

Sin embargo, en esta oportunidad se cumplirían las reglas. Eran dos gladiadores los que se iban a enfrentar, se les respetaba y temía, representaban a sus respectivos bandos, irreconciliables, pues estaba de por medio el honor de un macho y en juego la soberbia del conquistador. La atmósfera previa a la pelea era tensa, cargada de algarabía, escaramuzas e insultos. Era el preámbulo a un duelo en el que estaban comprometidos dos adolescentes, motivados por la presión e irresponsabilidad de áulicos cobardes que los llenaron de motivos sin razón, con lo que herían su amor propio y alimentaban el ego de los rivales.

En sus rostros había un halo de angustia, impotencia, resigna­ción, miedo y terror, lo que les reflejaba un pálido mortecino. El sentimiento más vivo era el orgullo: altanero y desconfiado. El primero en salir fue el del sur, se despojó de su chamarra (chaque­ta) para comenzar un pequeño paseíllo desafiante por el ruedo a prudente distancia de la gente del norte, de la que salió a su encuen­tro el contrincante. Con paso resuelto y sin cruzar palabra se trenza ron en franca y noble lid a puño limpio. Cuando la sangre manó de la nariz del hombre del norte, un miserable le entregó una cadena  con la que castigó a su contendiente y le permitió sentir cierto aire de seguridad; pero no era definitivo: descuidó por  un instante al rival que expresaba en su mirada la furia de la más salvaje de las bestias, armado de una navaja automática comenzó a atacarlo sin piedad hasta herirlo en el antebrazo, lo que lo descontroló y prácticamente lo sacó de acción; esta fue su perdición. Los gritos de la gente del sur acallaron a los del norte: «! Acábalo, remátalo, dale¡», «!es tuyo¡». Estas frases de apoyo despertaron en el pandillero de la navaja el más ruin de los instintos, que lo llevó a ensañarse con el indefenso y malheri­do rival que, con mirada suplicante, se preguntaba en silencio ¿por qué este final?…Era patético.

El clásico carro de papi en los 5o y 60

Este epílogo me afectó mucho, no estaba preparado para este trágico episodio. Nunca me había comprometido con ninguno de los dos bandos, siempre buscaba moverme en un campo neutral. Trabajaba en el centro y vivía en el norte y el sur. Además no tenía vocación de delincuente para desvalijar carros, no era buen peleador, tampoco me gustaba tener problemas con nadie y menos con la policía. Lo que había presenciado me asustó y prometí retirarme de los que fueron mis cofrades de la calle 22.

La muerte de este muchacho tuvo despliegue en los medios de comunicación que con justa razón se preocupaban por los afanes delincuenciales de las pandillas juveniles. La policía hizo una buena cantidad de » batidas’ (requisas y solicitud de documentos de identi­ficación), muchos fueron encarcelados y otros reclutados para el ejército. Por las crónicas judiciales uno se enteraba del triste final de muchos de los que había conocido en el Almacén Ley de la calle 22 y en la zona popular por la rumba, por ser la cuna del rock and roll capitalino.

Me dediqué al trabajo y a mi novia Rosa Emma Reyes, quien para mí desconsuelo no entendió mis angustias y sobre todo el eterno dilema: «Ser y no ser». Ayer, el bailarín admirado y reconocido; hoy, exiliado en el barrio Las Quintas, jugando fútbol, rumbeando en las cocacolas bailables y las fiestas de quince años. Esto era llevar una vida ‘zanahoria’.

El policía celoso nos acusa de irrespeto a la autoridad

En esta incertidumbre busqué y encontré un paréntesis muy chévere: El exclusivo club La Cenicienta (calle 68 con carrera 32).Este original bailadero fue descubierto por mi excéntrico hermano Jaime Guarín. La cita era los domingos a las dos de la tarde. Allí llegaban puntualmente todas las niñas del servicio doméstico de Los Alcázares, Las Quintas, y El San Felipe. En este lugar no había cabida para los sentimientos discriminatorios, ni reservas para las palabras y las acciones, el fuego del amor era la pasión. Allí se vivían voluptuosas fantasías a espaldas de la hipocresía de la sociedad.

Pero las pasiones fueron silenciadas por los celos de un policía que era novio de Magdalena: bella y bandida. Sus pasiones y su destino perseguían sensaciones fuertes y agradables. Para ella todo era vanidad, salvo el placer, con todos coqueteaba.

Aquel domingo estábamos en plena rumba al ritmo de Aníbal Velásquez, Cachita, cuando de un momento a otro irrumpió la policía: «Todos contra la pared», fue la orden de un teniente desafian­te y autoritario. «Tan lindos los hijueputas cocacolos, jodiendo a las mujeres del personal. Agente, ¿cuáles son los tumbalocas», gritó el que pretendía tener la autoridad. El “aguacate” (policía) señaló a Carlos Suárez, Néstor Neira y a mí. «Un paso al frente, papeles -gritó y siguió-: Estos dos ya están para el cuartel, -señalándonos a Carlos y a mí- y dirigiéndose a Néstor Neira, le dijo: «Mijo, usted está muy «pollo” (joven) para que se las tire de “gallito”. Y luego sentenció: «¡Llévelos a la patrulla!».

Fuimos a parar a la Comisaría del Siete de Agosto. Nos acusaron a Carlos y a mí de irrespeto a la autoridad y Néstor tuvo que contes­tar un cuestionario matemático que se le ocurrió al tenientico, para comprobar que estaba estudiando. La condición para dejarlo libre fue que la mamá lo rescatara. A nosotros nos remitieron a la temible Estación 40, carrera 13 con calle 39.

– “A estas joyas, ¿qué las trajo por aquí”? -preguntó el comisario-

– “¡Doctor!, ¡irrespeto a la autoridad!” -contestó el teniente-.

– “No me cuente más. Aquí les vamos a enseñar a respetar a la gente y a la autoridad, bienvenidos al hotel” -sentenció y prosiguió. “ Escribiente, tómeles los datos y tienen 72 horas inconmutables para que descansen de tanto trabajo! atiéndamelos bien, como se merecen”!…

Esta ha sido una de las más amargas experiencias. Nos encerra­ron en una celda lóbrega e inmunda, compartida con borrachos y ladrones. Fueron 14 angustiosas horas; noche miserable, larga, impaciente, fría e incierta, trago amargo, añejado en la cava de mis primeros afanes de fidelidad e infidelidad.

Mi hermano Jimmy, como cariñosamente llamaba a Jaime Guarín, me libró de este infierno pagando la multa por una falta que no cometimos; a Caliche lo rescató su cuñada Patricia, bella modelo, argumento definitivo para echar por tierra cualquier acusación en su contra, ante un leguleyo trasnochado con preten­siones de gallinazo.

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