Relatos

La última guerra III

La maldición de ganar el pan con el sudor de la frente ha sido superada por el hombre, gracias al moderno invento del desempleo. La insistencia de Peregino ablandó un poco las negativas de Abel. Lo dejó dormir en el ángulo de un corredor en el barracón donde vivía. A cubierto de la lluvia pensó que necesitaba ponerse a cubierto del hambre, y le insistió en que lo ayudara a conseguir trabajo en la fábrica. No necesitaba falsificar sus papeles de identidad porque luego de largos años de guerra, nadie los tenía. Así que Abel se las ingenió para meterlo de cargador en una de las bodegas. Le pagarían el salario mínimo como a cualquiera de los obreros: la tercera parte en bonos de seguridad nacional, que por razones obvias no valían nada; otra parte en vales para retirar comida ...

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La última guerra II

Las leyes sirven para que los códigos tengan más páginas, las sociedades más barricadas y los hombres más ocasiones de violarlas —Como no hay servicios públicos, tampoco hay puestos públicos —dijo el Alcalde. Y Peregrino Cadena no insistió. Desde hacía muchos meses, el acueducto de Solodios había sido averiado por una bomba que erró el blanco, y que cayó veinte kilómetros antes del frente de batalla. Tampoco había luz eléctrica, y ante la escasez de gasolina y otros combustibles que eran totalmente empleados en la guerra, se alumbraban con velas. Las fábricas de armas y el prostíbulo de Tita Tulia tenían sus plantas particulares, pero la energía que generaban se gastaba íntegramente para sus propios fines. —Quisiera trabajar en algo, de todas maneras— insistió Peregrino—. Incluso sin cobrar un centavo, sólo para tener algo que hacer. Pero el Alcalde lo ...

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La última guerra I

El hombre deserta de la vida cuando muere, y deserta de la muerte cunado nace. Pero como soló se nace para morir, la deserción es imposible. A medida que avanzaba hacia el norte, Peregrino Cadena oía más débil el ruido de los disparos. Pensó que ya no necesitaría las armas, y tiró la pistola y la metralleta detrás de unos matorrales podridos por la persistencia de la lluvia. Recordó las trincheras siempre llenas de agua, y se alegró de haber desertado. Además, nadie sabía quién iba ganando la guerra: posiblemente todos estaban perdiéndola. Cuando entre la neblina y la llovizna divisó las primeras casas de Sólidos, se detuvo. Las calles se veían llenas de barro: hacía meses que no dejaba de llover. Llegó junto a su casa, y la violencia de su corazón lo obligó a tomar un respiro. Abrió ...

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