Rigo, el hijo desconocido de “Tirofijo”

(Texto tomado del libro Confesiones de una guerrillera, de Editorial Planeta Colombiana S.A. )

Autora: Zenaida Rueda Calderón

)

Pasaron tres días y llegó el momento de partir hacia el campamento de Jojoy. Nos fuimos como ocho guerrilleros de diferentes compañías. Nos metimos por un caño, llegamos a una finca y de ahí seguimos en carro otro tramo hasta el Apaporis. Allí nos desviamos por el caño Yarumales.

Cuando llegamos al campamento, en Parrilla, cerca del caño Yarumales, nos encontramos de frente con una tragedia pasional entre los guerrilleros de una compañía. Hacía pocas horas habían matado a un comandante que era homosexual. Se llamaba Rodolfo. Se había enamorado de un muchacho al que le había dado rango de ecónomo, intendente, operador de radio. Lo tenía bien montado.

La tropa de Rodolfo había recibido la orden de arreglar la carretera porque estaba entrando el invierno. Esa gente se iba del campamento desde la madrugada y sólo quedaban un guardia, el ranchero y ellos dos. Se metían al cambuche, guindaban una hamaca y bueno… todo el día de romance.

Ese día, la víspera de nuestra llegada, se habían ido todos a trabajar y el ranchero escuchó un disparo. El hombre se puso alerta, se parapetó con el fusil listo por si venía el ejército o los paramilitares, pero al único que vio bajando hacia el casino fue al amante del comandante. Venía pálido, como un cadáver, y le temblaban la voz y las manos.

Le preguntaron qué había pasado y él dijo entre sollozos que Rodolfo se había pegado un tiro. En cuestión de segundos le informaron a Jojoy, quien llegó al campamento a las pocas horas. El Mono dio la orden de que enterraran a Rodolfo en un monte cercano.

En esa labor estaban cuando entramos al campamento. El ambiente era tenso. Desde que pusimos un pie en el lugar, nos dimos cuenta de que algo raro estaba pasando. Cuando llegamos, el Mono Jojoy interrogaba al amante de Rodolfo.

Él respondía que le había pedido al comandante que terminaran, pero que Rodolfo no quería dejarlo. Según la versión del muchacho, el comandante estaba muy enamorado y cuando él le dijo que lo iba a dejar, el tipo sacó su pistola y se pegó un tiro.

Jojoy lo escuchó, pero de una vez ordenó que lo amarraran para hacerle consejo de guerra. Comenzaron a decir que el muchacho era un infiltrado del ejército. Mejor dicho, el pelado ya casi estaba sentenciado a muerte.

Por si quedaba alguna duda, Jojoy le advirtió a la tropa que no fueran a ser blandengues a la hora de decidir el fusilamiento. Ya eran como las cuatro y treinta de la tarde. Nos asignaron un cambuche y estábamos dejando los morrales cuando nos avisaron que tocaba presentarnos ante Jojoy. El viejo estaba sentado en una silla plástica, en chanclas y sin camisa.

En realidad, Jojoy no era viejo, pero en la guerrilla todos los mayores de 35 o 40 años se ven así por la dureza de la vida en el monte.
Empezó a preguntar, uno por uno, de qué unidad habíamos venido. Los otros muchachos le explicaron y luego me tocó el turno a mí.

—Yo soy de la Everth Castro, tropa de Gaitán.
—Gaitán está cerca —me dijo.

En ese momentico, unos segundos apenas, pensé para mis adentros que iba a volver con él y que eso significaba que tenía chance de estar otra vez en Santander y buscar a mi familia. Jojoy me despertó.

—Y ¿qué hacía en el hospital?
—Estaba en embarazo y fui a tener a mi hijo.
—Pero ¿lo tuvo o se lo sacaron? —me preguntó.
—No, lo tuve —le dije. Y agregué que lo había dejado con una familia. Me miró.
—¿Usted cuánto lleva acá? ¿Usted acaso no es de este bloque?

Era obvio que Jojoy no se acordaba de mí.
Le respondí que estaba desde el 2001 en la zona, que efectivamente no era de ese bloque, sino del Magdalena.
—¡Ah, usted no vuelve a la Everth Castro! Hay un grupo para mandar por la vía legal, así que se va para Jardines, donde Leiden, de la Juan José Rondón, porque Gaitán se va para el Magdalena con ustedes.
Eso me ratificó lo que estaba pensando. Fue una noticia extraordinaria.
Casi todos los años me decían que me iba. En el 2002 me llegaron con ese cuento, en el 2003 lo mismo, y era pura carreta.
Ya llegaba el 2004 y, pues… ¡nada!
Sin embargo, él llamó a Adriana, su sobrina. Jojoy tiene varios sobrinos en la guerrilla. El otro es Julián y había otro, uno que mataron por el lado de la Macarena a principios del 2003.
Le dijo a ella que estuviera pendiente de mi traslado y a mí que me montara en una camionetica que iba para Jardines. Ahí estaba gente de la compañía de Kokorico, de Arsenio, de la Rondón. El campamento de Jojoy, el grande, donde estaba la tropa de él, era El Cansado.
Llegamos a Jardines y nos ubicamos en los cambuches. Allí apareció otra guerrillera de nombre Miriam. A los dos días llegó un guerrillero y llamó a todo pulmón:

—¡Miriam, la del Magdalena, debe presentarse donde Leiden!
Ahí también se encontraba Diomedes, que era el que en ese momento comandaba las tropas del Mono.
Me notificó que tenía que salir para las sabanas del Yarí, con otros guerrilleros y con Rigo, el hijo de Marulanda, un enano que tenía 23 años cuando lo conocí.

Rigo era muy inteligente. Hablaba perfectamente inglés. Lo aprendió con la holandesa del escándalo, Tanja, la que aparecía en los diarios que encontraron en el campamento de Carlos Antonio Lozada.

Tanja les enseñaba inglés a unos 20 guerrilleros. Ellos formaban por la mañana, desayunaban y luego se iban a estudiar todo el día en medio del monte.
A Rigo le habían encomendado la misión de monitorear las conversaciones de los pilotos de los aviones bombarderos y de los aviones fantasmas. La tripulación de esos aparatos sólo se comunicaba en inglés.

Nos ubicaron cerca de Tranquilandia, en Ciudad Yarí. Pero antes le dijeron al comandante de la escuadra, a Yair, que estuviera pendiente porque a mí me habían asignado a la tropa de Gaitán, de modo que cuando llegara el carro me echaran ahí. Me volvió el alma al cuerpo.

Todas las tardes intentábamos interceptar las conversaciones de los pilotos. Un día Yair nos advirtió que si llegaban los helicópteros o nos atacaban por tierra, a lo primero que había que echarle mano era al enano. Por nada del mundo lo podíamos dejar ahí. Primero debíamos perder la cabeza antes que perderlo a él.

Pasaron quince días, hasta que una mañana le dije a Yair que hiciéramos un hueco, consiguiéramos una caneca, y si sucedía algo, metíamos a Rigo ahí, lo dejábamos enterrado y después lo recuperábamos. Yair se rió un rato, pero luego me dijo en tono serio que no lo podíamos dejar porque con qué le íbamos a salir a Marulanda y a Jojoy.

Con Rigo tuve gran empatía. Al principio estaba aterrada de verlo. Nunca en mi vida había visto un enano. Rigo tenía su camuflado y botas de caucho. Le habían hecho un chaleco pequeñito y cargaba un morral con hamaca, sábana, dos mudas de ropa y una pistolita Pietro Beretta, aunque nunca lo vi disparar. Caminaba todo torcido, las piernas eran chuecas y el trasero grandísimo. Yo le decía que tenía puro culo de tonta y él se me enojaba.

Yair lo ponía a trotar porque estaba muy gordo, pero el enano hacía trampa. Caminaba un rato y cuando se daba cuenta de que no estábamos mirando, se sentaba entre el monte y como era chiquito nadie lo veía… tenía la estatura de un niñito de cinco años.

Los guerrilleros le cargaban los radios, la comida, la munición y los otros aparatos para el monitoreo. Rigo sólo llevaba a la espalda su morralito. En esa zona él no sufría mucho porque nos movilizábamos en una camioneta, pero después, cuando comenzó el Plan Patriota, el ejército se internó en la selva del Yarí y atacó el campamento de Jojoy, a él también le tocó salir corriendo.

Los que estuvieron cerca del Mono durante esos días me contaron que con los bombardeos y el ejército encima, Jojoy empezó a sufrir por ese muchacho. El grueso de la tropa de Jojoy huyó por una trocha. El enano iba con ellos, pero por sus propios medios, y todos sabían que si aparecía una roca o un árbol caído en medio del camino, que le diera a la altura del pecho, él no podría pasar.

A él solo le tocaba hacer alguna maroma o rodear el obstáculo para seguir adelante. Nadie lo cargaba, a pesar de las advertencias; pero ¿quién lo iba a cargar con ese reguero de guerrilleros huyendo por la selva?

Mientras estuvo con nosotros en el Yarí, nunca corrió peligro. A veces nos agarraba un aguacero en medio de la trocha y cuando llegábamos al lugar escogido para acampar, Rigo aparecía embadurnado de barro hasta la coronilla. Yo le decía que parecía una danta y se enojaba. Me miraba feo un rato pero después le volvía a escuchar unas carcajadas estruendosas; ese enano era de buen humor, y ¡enamoradizo!

Le gustaban las mujeres monas, altas. Y las conseguía. Como era el hijo de Marulanda, las guerrilleras se le arrimaban. No eran novias permanentes, sino guerrilleras que iban de paso. A veces, cuando se sabía que alguna de ellas volvía al campamento, se ponía contento. Sin embargo, ocurría que la china llegaba con novio. Pero a él no se le daba nada. Era el más alegre de todos.

También le gustaban el trago y el baile, y así la mujer fuera grande, él la sacaba a bailar. Bailaba lo que fuera, sobre todo salsa. Yo apenas estuve dos meses con Rigo, con Yair y con Didier, el comandante de la guerrilla en la que íbamos.

Didier tenía como 26 años y era alcahueta con el enano. Le decía el Ardillo y lo dejaba hacer sus pilatunas. Pero Didier mantenía muy asustado. Pensaba que en algún desembarco del ejército le iban a matar ese muchacho o se lo iban a quitar.

Esa misma semana íbamos para un campamento cuando, de camino, nos encontramos con Marulanda. Desde lejos vimos que se acercaba una hilera de carros que levantaban polvo. La caravana paró y el viejo bajó el vidrio. Recuerdo que la piel de la cara y de las manos era como la de un recién nacido, delgaditica y suave. Todos nos paramos al pie del carro con respeto.

—Buenos días, camarada —lo saludé.
—Buenos días, mija —respondió con esa voz profunda que tenía.

Todos le teníamos mucho respeto. Tocarlo o hablarle era una cosa muy grande para cualquier guerrillero porque era como un dios, era el hombre que había fundado las farc con unos pocos campesinos mal armados, en medio de los bombardeos del ejército.

El enano se acercó al carro y Marulanda abrió la puerta cuando lo vio venir.

—Quiubo, papá —lo saludó Rigo.
—Quiubo, mijo —le respondió Marulanda. Ese fue todo el diálogo entre ellos.

Yair se arrimó al carro. Le informó que Jojoy nos había ordenado hacer monitoreo, pero que en la zona no había agua, y le pidió autorización para ubicarnos en la escuela de Candilejas.

El viejo preguntó que por qué Jorge (Briceño, el Mono) no nos había advertido. Analizó la situación por unos segundos y le dio la orden a Yair de que nos moviéramos hacia otra área. Allá, además, íbamos a tener algunas comodidades.

Marulanda cerró la puerta del carro y la caravana siguió adelante. Nosotros llegamos horas después al campamento para donde nos mandó. Era un potrero con un alojamiento en madera. Había camas y agua. Ahí duramos un mes.

Pero aguantamos hambre porque ese diciembre no nos mandaron provisiones; ni siquiera para hacer una natilla. Yo tenía guardados 200 mil pesos de lo que me habían dado en Miraflores y con esa plata compramos pollos.

Los muchachos, además, se habían conseguido unos cunchos no sé de qué, y tampoco pregunté para que no me diera asco, y con eso hicieron un guarapo fuertísimo. El 31 bailaron como hasta la una de la mañana.

Yo no quise saber nada de la fiesta y me acosté. Para mí, lo único divertido de esa noche fue que el enano se consiguió la calavera de un burro en el potrero, se la puso en la cabeza, se tapó el cuerpo con una cobija y asustó a una guerrillera jovencita. Quedó privada del susto. Les tocó echarle alcohol. Ese enano era tremendo y a él nadie le llamaba la atención.
Al día siguiente nos recogieron en un carro y nos llevaron al campamento de Jojoy. Llevaron guerrilleros de varias compañías porque el Mono cumple años el 2 de enero y lo quería celebrar en grande.

Nos hicieron acostar temprano y al otro día, a las cinco de la mañana, ya estábamos bañados y formados porque comenzaba la fiesta.
—Les tengo guardado lo de la Navidad porque no se los pude enviar —nos dijo el Mono a los que andábamos con Yair y Didier. Estaba sonriente ese día.

Contrataron un grupo de música llanera que empezó a tocar desde temprano.
Anderson, un guerrillero del Arauca, también cantó y tocó el arpa.
Por la mañana llegó Marulanda con Sandra, su mujer, que no le despegaba pisada al viejo, y se unieron a la fiesta.
Sandra tendría unos 40 años y llevaba más de 20 viviendo con él. Era bajita, de piel clara. Muy amistosa.
Ella veneraba a ese señor y, literalmente, estaba dispuesta a dar la vida por él. Probaba primero todas las comidas y bebidas que él consumía, hasta el agua, para que no lo fueran a envenenar.
El viejo tenía una cocinera exclusiva para él, por desconfianza y porque sólo podía comer platos bajos en grasa. Era una guerrillera muy veterana. Los encargados de cargar la comida que consumía Marulanda también eran gente seleccionada. Guerrilleros viejos.
Sandra nunca se le despegaba al fundador de las farc. Yo creo que la muerte fue la única que logró separarla de Manuel Marulanda.
Además de Marulanda y de su mujer, a la fiesta de cumpleaños que organizó Jojoy también asistieron varios comandantes de compañía.
A la hora del almuerzo hicimos una fila larguísima y nos sirvieron pollo y carne asada, y a cada guerrillero le dieron de a ocho tragos de ron y cuatro gaseosas.
La comida de Jojoy era especial. Le cocinaban aparte porque él tiene que comer todo dietético, hasta el aceite es especial.
Jojoy estaba solo porque ya se había separado de Shirley. Con ella vivió durante 18 años, pero lo dejó por mujeriego. Un día lo pescó con Diana, una radiooperadora de más alto rango, la que manejaba las comunicaciones entre los bloques. Las otras radistas se comunican entre frentes y hay otras para las compañías móviles.
Creo que ese fue el último festejo en grande que hicieron las farc porque al poco tiempo comenzó la ofensiva del Plan Patriota y todo, absolutamente todo, cambió.
Cuando pasaron los efectos de la fiesta, Jojoy dio la orden de que nos botáramos por el Apaporis y nos moviéramos para Chiribiquete. Ahí tuve la certeza, por si quedaba alguna duda, de que no regresaría al bloque Magdalena.
Estábamos moviéndonos cuando nos informaron que el ejército había entrado a Miraflores. Eso fue a finales de enero del 2004. Tuve un presentimiento terrible de que los militares hubieran cogido al niño o que la familia, en medio de lo que había pasado, lo hubiera entregado a Bienestar Familiar.
Jojoy iba con nosotros y todas las tardes nos informaba cómo iban los operativos. Hasta que me decidí a preguntarle:
—¿Cómo está Miraflores? ¿Habrán golpeado a la población civil?
—¡Verdad que usted tiene un hijo allá! —me respondió—. Los que tenían problemas con la ley salieron antes, pero no sé nada más —agregó.
Justo esa semana yo había reportado al enfermero que tenía mucho dolor de cabeza. Jojoy se acordó.
—Ese dolor de cabeza que usted tiene se debe a la preocupación por su hijo —dijo—. Mañana se me va para donde Xiomara —me ordenó, antes de recriminarme—. ¿Por qué se dejó embarazar? ¿Está desmoralizada?
—Pensar en mi hijo es mi problema —le contesté furiosa y entonces me despachó.
El hospital que manejaba Xiomara ahora estaba en Caño Lobos. Era un centro bien montado, que ya no dependía de César. Así como los soldados montaron sus hospitales para el Plan Patriota, las farc también. Y éste era el hospital principal. Hasta allá nos gastamos tres horas por carretera.
A la semana siguiente el ejército entró a Filo Quinche, que quedaba a una hora del campamento del Mono, de Caquetania para abajo. Los comandantes movilizaron para esa zona a toda la guerrilla que tenían en la Macarena.
Cuando estaba en el hospital, el ejército arreció la ofensiva. El Mono le ordenó a Gaitán que se hiciera cargo otra vez de la compañía Everth Castro y de otras compañías, y le saliera al paso al ejército, que venía entrando por Cachicamo, en el Guaviare.
Gaitán los recibió a plomo. Todos los días, a la una de la tarde, había bala por la carretera. Los guerrilleros empezaban a afinar los morteros, los cilindros, los explosivos, las granadas, a encaletar todo el arsenal cerca del lugar donde iban a combatir.
Alistaron una artillería grande porque Jojoy sabía que los soldados llegaban por ese sitio, pero los militares ya habían desembarcado cerca del lugar donde estaba el hospital de Xiomara. Llevaban varios días ahí y nadie se había dado cuenta; estaban como a quince minutos.
Jojoy y Marulanda se había cruzado con esa tropa, pero no había pasado nada. Ninguno de los dos bandos se dio cuenta de que el otro les estaba respirando encima.
Eran días de mucha tensión. No había pruebas de que los soldados realmente estuvieran cerca. Una noche, como a las siete, pasó una flotilla de helicópteros volando bajo, pero siguieron derecho y desembarcaron en Yaguará.
Nosotros permanecimos en alerta total. Pasó un mes. Un guerrillero desertó en Camuya y eso nos puso más alerta porque él conocía la ubicación del hospital. Xiomara desplegó unos comandos para explorar y uno de ellos encontró empaques de comida enlatada de los soldados. Xiomara le mandó esas pruebas a Jojoy.
Al día siguiente, el Mono envió a una compañía para que inspeccionara la zona. Los exploradores regresaron por la tarde con malas noticias: hallaron rastros recientes de un campamento del ejército. Les estaban pisando los talones.
Dieron la orden de abandonar el hospital. Allí había cerdos, provisiones, logística, hasta una garita y un corral encerrado en alambre de púas, donde habían tenido secuestrados. Nos fuimos y organizamos un campamento móvil, todas las noches dormíamos en sitios diferentes. Éramos como 50 guerrilleros.
Después nos mandaron para Yarumales, donde había otro hospital. Allá llegaban muchos heridos de bala, pero también muchos muertos, así que nos tocaba bañarlos y hacerles unos cajones de tabla. Había un cementerio a unos 30 minutos, en medio de la selva. Les prestábamos guardia de honor, sin el disparo de salva porque el ejército estaba cerca, y se enterraban a la carrera. Se sepultaban sin nada que los identificara; el único al que le pusieron una rama encima fue a un civil que murió en medio de un combate sin tener nada que ver. La guerrilla le puso una rama para que después fuera fácil ubicarlo y entregárselo a los familiares.
En ese lugar estaba sepultado Diego, un muchacho de la Rondón, muerto varios años atrás. Le tenían una casita con tejas de zinc y le habían encerrado la tumba. Pero a los demás guerrilleros los sepultaban en fila y de prisa antes de que entrara el ejército. Había otro ce-menterio arriba de Yarumales, saliendo hacia las sabanas del Yarí.
En ese sitio duramos una semana. Un día llegaron dos guerrilleros muertos por unas bombas, de las que llaman de 120. El ejército las lanzaba hacia la sabana, cerca de la selva. Las tiraban casi a la loca, hacia el monte. Ahí había un comando de tres guerrilleros, todos hombres, y les cayó una bomba cerquita.
El comandante les dijo:
—Corrámonos hacia abajo porque de pronto nos cae esa bomba encima.
Pero los guerrilleros no le hicieron caso. El comandante se parapetó en una cuneta, tendió un caucho y se acostó. Los dos muchachos regresaron a sus cambuches. La bomba prácticamente les cayó encima. No me acuerdo de qué compañía eran, lo cierto fue que llegaron despedazados. A uno le arrancó una pierna; al otro, el brazo. El único que se salvó fue el comandante. Llegó aturdido por la onda expansiva y nos contó la historia de por qué habían muerto.
Otros guerrilleros heridos con disparos en el pecho o en la cabeza se morían apenas llegaban. Casi todos eran hombres; mujeres, sólo una. A otro lo hirieron y quedó perdido en la selva. Él se comunicaba por radio y daba indicaciones aproximadas de dónde estaba. Los exploradores lo encontraron a los tres días, ya muerto y todo engusanado. A ese no le pudimos prestar la guardia de honor porque el olor era inaguantable.

Pensaba que en cualquier momento me iban a dar de baja o me iban a capturar. Mi temor más grande era que cayera en la cárcel, porque la familia no sabe nada de uno y la guerrilla ahí sí lo abandona.
Sin embargo, el terror más grande en medio de los combates era el Arpía, porque pasa por el sitio y vuelve rapidito al mismo punto; a veces dispara hacia adelante y a veces hacia atrás. Ahorita mismo al que más miedo le tienen es al bombardero… al Supertucano, porque suelta cuatro bombas al tiempo, y precisas.

Ese no tiene que empinarse para lanzarlas, como hacen los otros. Ese avión va en su ruta y ahí mismo suelta las cuatro; en cambio los otros sueltan una, dan un círculo y vuelven y lanzan.

Les cogí pavor a esos aviones. Yo los escuchaba y quería hacer un hueco en la tierra para meterme. Una cosa es contarlo y otra es vivirlo. Al avión fantasma yo le tenía mucho respeto porque de noche, si uno se mueve rápido, él lo ubica, pero de día el avión podía dar las vueltas que quisiera, sobre el campamento y desde que uno se escondiera no pasaba nada.
Mientras el ejército estuvo combatiendo en Filo Quinche se recibían muertos todo el tiempo. Al mes de estar ahí, el Mono Jojoy le ordenó a Xiomara:
—Mande unos guerrilleros a cuidar las gallinas de La Casona. La misión de ellos es cuidar las gallinas y los cerdos y hacer exploraciones en la selva.
Xiomara escogió a ocho guerrilleros, entre ellos a mí, al mando de Chipaco. Chipaco era de esos viejos tacaños. En La Casona él no dejaba matar ni una gallina y había docenas de esos animales. Consumíamos huevo solamente por la mañana.
Llevábamos ocho días en La Casona y a mí no me mandaban a ninguna exploración. Por fin, un día Chipaco me ordenó que me alistara con Cacerolo y con Fanor. Él y yo teníamos pistola y el tal Cacerolo, un fusil.
Cruzamos unos caños, con el agua hasta las rodillas, y subimos hacia el campamento donde hacíamos polígono. Cuando ya íbamos entrando a la pista de polígonos encontramos huellas de muchas personas.
—Pues si no es Marulanda, es el ejército el que está por aquí —les dije.
Estábamos hablando bajitico, cuando escuchamos que alguien tosió.
—Fanor, vaya mire quién es —dije apenas oímos el ruido.
El chino fue y no vio nada. Pero cuando volvió escuchamos otro ruido. Pues claro, estaban en la parte de arriba, emboscados.
Agazapados y sin hacer ruido nos adentramos en el monte. Desde allí vimos a tres tipos en un destapado. Estaban tomando el sol. No tenían ni chaleco ni buzo. De repente, uno de ellos volteó la cabeza hacia donde yo estaba escondida y se me pareció a Mauricio, un guerrillero.
Iba a saludarlo cuando el pelado se quedó mirando de frente y empezó a agacharse. Se fue agachando y le decía al otro “Ahí hay dos tipos” y el otro le decía “Fusílelos, fusílelos”.
El chino Fanor salió corriendo. Vi que ellos cogieron los fusiles y también me eché a correr. Cuando llegamos al sitio, Cacerolo ya no estaba. Nos fuimos bordeando la selva, cruzamos un caño con el agua hasta el pecho y caímos en una trocha. Allí encontramos a Cacerolo.
Él no sabía orientarse con la brújula, estábamos perdidos y escurriendo agua. Fanor se nos adelantó como 50 metros y al rato escuchamos un disparo. Cacerolo se abrió a correr por la trocha y yo no fui capaz de alcanzarlo. Me subí a un filo y me fui caminando. Más adelante me estaban esperando mis compañeros, pero no sabíamos dónde estaba ubicado el campamento.
Yo era mala para orientarme con la brújula, y Cacerolo peor. Llegamos a las cuatro de la tarde al campamento y le contamos a Chipaco que el ejército estaba en la pista de polígonos y el tipo, asustadísimo, nos dijo: “¡Vámonos de aquí!”.
Cruzamos el caño, caminamos unos minutos y ya llegamos a los límites del campamento de Jojoy. Cuando Jojoy se enteró de que el ejército estaba en La Casona, no creía.
Ordenó que nos quedáramos en Jardines. Esa noche los aviones sobrevolaron y sobrevolaron, hasta que a las doce se vino ese bombardeo.
Las bombas caían al otro lado del caño, pero la onda expansiva alcanzaba a levantarme la camisa y las hojas de los arboles nos caían encima. Yo no pensaba sino en esos animales que habían quedado en el campamento, los marranos, las gallinas.
Pero a Jardines no le pasó nada. Era La Casona a la que estaban bombardeando, porque el ejército, al sentirse descubierto, pidió los aviones y les dio coordenadas.
Amaneció y como a las ocho escuché la plomacera. Los guerrilleros se habían metido en la selva y se encontraron con los soldados. Sonaba como cuando están fritando maíz pira. Alrededor de las doce llegaron unos camiones.
—Móntense todos. Van para el campamento de Jojoy —gritó un guerrillero.
El Mono nos esperaba en El Cansado, otro de sus campamentos. La Casona, Jardines y El Cansado estaban ubicados a unos diez minutos en carro, por una carretera destapada. El Mono salió a recibirnos, se notaba agitado.
—Vengan a mi oficina los tres que descubrieron el campamento del ejército —ordenó Jojoy.
Yo pensé: “Quién sabe qué nos irá a pasar ahora”.
El viejo me miró. Yo había tenido la discusión con él antes de mandarme para el hospital.
—¿Y usted qué? —me dijo.
—Nooo, aquí, bien.
—¿De verdad era el ejército? —me preguntó.
—Sí, era el ejército.
—¿Usted cómo sabe que era el ejército?
—Porque nos dispararon.
—¿Y usted por qué no les dio plomo cuando los vio?
—Porque, primero, cuando los vi pensé que eran guerrilla y, segundo, porque tenía una pistola y a qué le iba a dar con una pistola.
—Pero ¿usted está cien por ciento segura de que es el ejército el que está ahí?
—Sí, y además esta mañana sonaron tiros por esos lados.
—¿Tiros? Mejor dicho, salgan de esta oficina y se me van ya a cubrir la pista de polígono —dijo el Mono.
Nos fuimos con Xiomara. Éramos una compañía, como 50, y nos empezaron a repartir: una escuadra para allí y otra escuadra para allá. Al otro día, como a las doce, oímos disparos en el propio campamento de Jojoy, en El Cansado.
—¡Asaltaron a Jojoy…! —dijimos.
Fue como si hubiera llegado el putas. Corría gente para un lado, para el otro. Yo oía las bombas de mortero que caían cerquita.
Después nos contaron que cuando empezó el ataque Jojoy alcanzó a salir y se fue carretera arriba, solo, hasta el campamento de Parrilla.
Gaitán había salido a la carretera que iba para Filo Quinche y encontró a Jojoy, solo, sin guardia y sin nada. Le dijo a Gaitán que iba buscando la tropa. Eso fue en medio de un aguacero tremendo…
Nos informaron que saliéramos de allá porque el ejército se había metido por la carretera. Cuando llegamos ya estaban minando los campamentos. Seguimos derecho y más arriba encontramos a Jojoy. Ya estaba con la compañía Rondón, que era la gente de él.
La Casona, El Cansado y Jardines, todo eso se perdió. Jojoy se quedó sin nada de lo que tenía. Sacó las cosas que más necesitaba, pero el resto se perdió.
Allá tenía plantas de energía grandísimas, de las que prendían con una llave; computadores, pasta de coca, la antena para teléfono satelital, la cochera con los marranos, las gallinas… todo. El ejército tenía todos los sitios ubicados. Los militares sabían dónde estaban
los campamentos.
A las diez de la noche nos ordenaron detener la marcha porque era peligroso. A los pocos días salimos al sitio donde funcionó, durante la zona de despeje, la escuela de formación Isaías Pardo, en el Yarí. A medida que avanzábamos se iban agregando más guerrilleros, hasta el punto de que llegamos a ser 500 o 600. Todos detrás de Jojoy.
La carretera sólo la utilizamos para cruzar, de resto todo el camino fue en medio de la selva.
Lo hacíamos así porque los militares no tenían reconocida esa parte. Sólo habían ubicado los campamentos, como El Cansado, donde Jojoy llevaba año y medio con su gente.
Armamos los cambuches en un bajo, pero llovió muy fuerte y se nos inundaron. La corriente se llevó las botas, los morrales. A Jojoy y al enano Rigo los ubicamos en un alto. A Rigo le hicieron como una repisa con palos y lo subieron allá para que no se ahogara.
Pasamos la noche encaramados en los árboles. Al otro día, a las cinco de la mañana, sacamos a Jojoy. En esa caminata también iban Andrés París, Diomedes, varios jefes y guerrilleros antiguos. Además de Gaitán, Porras, Juan Parrilla, Comején, Kokorico, Xiomara…
Después de ocho días salimos a la carretera que lleva a Caño Machete y que va hasta el río Caguán. Pura selva. Ahí Jojoy nos dividió. Él se fue con la compañía Juan José Rondón por un lado. A nosotros nos mandó con Xiomara para otro lado y así fue distribuyendo a todas las compañías.
—Estén pendientes. Si no los asaltan o los matan, nos volvemos a ver. Buena disciplina y hasta la próxima —le dijo a la tropa.
Nosotros nos devolvimos al Limonar.
No pudimos andar más en carro. A Jojoy también se le perdieron carros. Todo se le perdió.

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