La última guerra VIII

El hombre es engañado por la ilusión y la realidad, por la esperanza y la desdicha, por la paz y la barbarie; y como si fuera poco, por la izquierda y por la derecha.

Peregrino encontró a Nocla en el museo.

—Aquí tenemos guardada la historia del hombre desde la época de las cavernas. Usted se dará cuenta de que el único testimonio que ha dejado a través de los siglos, son las armas de guerra. Loprimero que hizo el hombre cuando pudo mover las manos fue esgrimir una maza. Si ahora las batallas son más productivas en cuanto a rendimiento de cadáveres, es porque al paso que las herramientas para la paz se han quedado estancadas, los instrumentos de la guerra son cada vez más efectivos.
Peregrino no quería hablar de contiendas y sus consecuencias, así que le pidió un empleo.
—Para limpiar los fósiles del polvo del presente —le dijo.

Pero no había trabajo. Meses antes, una bomba con blanco equivocado destruyó todo el paleolítico.
Fue al ancianato, y lo sorprendió el número de jóvenes que habían envejecido de un día para otro. Oyó las arengas de unos partidarios de la eutanasia y de la vasectomía, que venían a ser dos sentencias de muerte pronunciadas en épocas distintas. Pensó que lo recibirían, de todos modos el ocio lo volvía viejo. Pero no había lugar, los cuartos estaban llenos de camarotes y no se encontraba una plaza vacía.
—Hace muchos años —le dijeron— que nadie muere de muerte natural; y como a la guerra sólo le gusta la carne joven, se ha olvidado de los viejos.
Volvió a la Casa de los Disfraces: aún no estaba Frida. El caballo que había robado de Palmasola buscaba afanosamente briznas de hierba en el lodazal. Lo ató a la carreta y tomó el camino, apenas visible entre las cortinas móviles del aguacero. Tal vez, pensaba, los guerrilleros del Comandante Policarpo se hubieran cansando de vigilar su hacienda y estuvieran en otro de los predios del oriente, sembrando la semilla de su política: la derecha redimiría al mundo; la siniestra era la mano despistada; los comunistas debían ser fusilados para que su corrosiva doctrina de la inferioridad del hombre ante el Estado no siguiera contaminando al mundo.
Divisó la casa, más arruinada que en la visita anterior. Una de las paredes de la cocina se había caído sobre los fogones donde hacía tiempos la brasa había dejado paso a la ceniza. Detuvo la carreta en lo que alguna vez fue el jardín, y vio salir varios hombres con uniformes de soldados. Lo rodearon sin hostilidad, como cumpliendo un deber enojoso. Luego de un momento, el que parecía el jefe se le acercó desde el corredor atestado de armas inservibles.
—¿Se le perdió algo en Palmasola? —preguntó.

—Yo soy el dueño de todo esto —dijo Peregrino Cadena, como en una ocasión anterior.
—Ya no hay dueños diferentes a nosotros. Soy el Comandante Polidoro.

—¿Es usted fascista? —preguntó Peregrino. El uniformado le quitó el seguro al fusil y le puso el cañón entre los ojos.
—Somos comunistas —dijo—. El fascismo es la lepra del mundo actual. Sólo el comunismo puede salvar la tierra. El comunismo dice que esto es de todos: va a quitarles a los que les sobra y a darles a los que les falta. La derecha es una equivocación en los albores del siglo veintiuno. El comunismo es el futuro.
— ¿No es la izquierda la mano equivocada? — inquirió el desertor, recordando al Comandante Policarpo.
—No —dijo el Comandante Polidoro—. La izquierda es la mano incontaminada, la mano nueva, la que desatará el nudo de la dependencia y señalará los caminos de la libertad.
—Entre la izquierda y la derecha —comentó Peregrino— el hombre está crucificado.

Luego se quedó pensativo, recordó los diciembres de trigo y de arrayanes, la acequia con su música de agua, los peces en los ríos que atravesaban Palmasola, el amor y la ternura de Adriana, los juegos de Lucas que trepaba como una ardilla a los cerezos, los primeros sueños de Lunaluz. Y se vio a sí mismo con una escopeta que disparaba balas de paz a las perdices, y con un machete que abría caminos de paz entre la maleza. «¿Qué se hizo todo eso?», preguntó, pero nadie tenía una respuesta, porque su voz apenas había sonado en las grutas neblinosas de su conciencia.
—Lo dejaremos ir—dijo el Comandante Polidoro, viéndole el traje campesino que se había puesto antes de enganchar el caballo a la carreta—. Vaya por los caminos, por las haciendas, y haga correr la noticia de que llegó la salvación del mundo. El comunismo tiene la fórmula mágica para acabar la guerra.
—Hace muchos años —le dijeron— que nadie muere de muerte natural; y como a la guerra sólo le gusta la carne joven, se ha olvidado de los viejos.
Volvió a la Casa de los Disfraces: aún no estaba Frida. El caballo que había robado de Pálmasela buscaba afanosamente briznas de hierba en el lodazal. Lo ató a la carreta y tomó el camino, apenas visible entre las cortinas móviles del aguacero. Tal vez, pensaba, los guerrilleros del Comandante Policarpo se hubieran cansando de vigilar su hacienda y estuvieran en otro de los predios del oriente, sembrando la semilla de su política: la derecha redimiría al mundo; la siniestra era la mano despistada; los comunistas debían ser fusilados para que su corrosiva doctrina de la inferioridad del hombre ante el Estado no siguiera contaminando al mundo.
Divisó la casa, más arruinada que en la visita anterior. Una de las paredes de la cocina se había caído sobre los fogones donde hacía tiempos la brasa había dejado paso a la ceniza. Detuvo la carreta en lo que alguna vez fue el jardín, y vio salir varios hombres con uniformes de soldados. Lo rodearon sin hostilidad, como cumpliendo un deber enojoso. Luego de un momento, el que parecía el jefe se le acercó desde el corredor atestado de armas inservibles.
—¿Se le perdió algo en Pálmasela? —preguntó.

—Yo soy el dueño de todo esto —dijo Peregrino Cadena, como en una ocasión anterior.
—Ya no hay dueños diferentes a nosotros. Soy el Comandante Polidoro.

—¿Es usted fascista? —preguntó Peregrino. El uniformado le quitó el seguro al fusil y le puso el cañón entre los ojos.
—Somos comunistas —dijo—. El fascismo es la lepra del mundo actual. Sólo el comunismo puede salvar la tierra. El comunismo dice que esto es de todos: va a quitarles a los que les sobra y a darles a los que les falta. La derecha es una equivocación en los albores del siglo veintiuno. El comunismo es el futuro.
— ¿No es la izquierda la mano equivocada? — inquirió el desertor, recordando al Comandante Policarpo.
—No —dijo el Comandante Polidoro—. La izquierda es la mano incontaminada, la mano nueva, la que desatará el nudo de la dependencia y señalará los caminos de la libertad.
—Entre la izquierda y la derecha —comentó Peregrino— el hombre está crucificado.

Luego se quedó pensativo, recordó los diciembres de trigo y de arrayanes, la acequia con su música de agua, los peces en los ríos que atravesaban Palmasola, el amor y la ternura de Adriana, los juegos de Lucas que trepaba como una ardilla a los cerezos, los primeros sueños de Lunaluz. Y se vio a sí mismo con una escopeta que disparaba balas de paz a las perdices, y con un machete que abría caminos de paz entre la maleza. «¿Qué se hizo todo eso?», preguntó, pero nadie tenía una respuesta, porque su voz apenas había sonado en las grutas neblinosas de su conciencia.
—Lo dejaremos ir—dijo el Comandante Polidoro, viéndole el traje campesino que se había puesto antes de enganchar el caballo a la carreta—. Vaya por los caminos, por las haciendas, y haga correr la noticia de que llegó la salvación del mundo. El comunismo tiene la fórmula mágica para acabar la guerra.
—Creo que ustedes —dijo Peregrino a los que acompañaban al Comandante Polidoro— lo que poseen es la fórmula mágica para acabar al hombre—. Pero no se preocuparon por eso. De todos modos sabían que en medio de la lluvia las palabras se borran, la tinta de los vocablos pierde color y consistencia y todo queda pudriéndose dentro de una gelatinosa masa de olvido.
—El comunismo —dijo para rematar el Comandante Polidoro— reemplazará las metralletas por azadones y los hombres por robots, y todos trabajarán unidos para el engrandecimiento del Estado—. Y luego, ya entrando a la casa, se volvió y dictó una sentencia final: —El Estado es Dios y el obrero es su hijo predilecto.
Peregrino regresó por el camino encharcado. Sin prisas, porque no iba para ninguna parte. Sin la alegría de los regresos, ya que no lo esperaba nadie. Unos relámpagos veloces cruzaron como balas siderales el aire espeso y gris de las alturas. Divisó las primeras casas de Solodios y evocó el día en que llegó del frente con la alegría desparramada por todo el cuerpo. Parecía muy lejano. Ya casi no recordaba que había matado soldados amigos o enemigos en esa locura anegada y maloliente de las trincheras. Pensó que a ellos les pasaba lo mismo que a los guerrilleros: nadie sabía por qué luchaba. La bola de nieve sucia de la guerra había comenzado a rodar y lo arrastraba todo, y nadie podía huir de la avalancha. La guerra había cobrado autonomía y ahora, desconociendo al hombre que la alimentaba y la sufría, actuaba por su propia cuenta, patinando entre la izquierda y la derecha y abriendo una autopista de terror tan ancha como el mundo.

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