La última guerra VII

Es libre la gaviota cunado vuela, el tigre cuando caza, el árbol cuando crece, y el hombre cunado permite que lo esposen, lo amordacen y lo detengan.
—La libertad no se hizo a la medida del hombre, porque la libertad no tiene medidas —dijo Tascón—. O tal vez fue el hombre el que no se hizo a la medida de la libertad.

Peregrino se lanzó sobre él y lo golpeó sin cólera, pero con eficacia. Pensó que atacando físicamente al Director de la cárcel lo meterían a uno de los patios, a una cualquiera de las celdas o lo confinarían en el fondo del calabozo, y en esa forma tendría por fin un sitio sobre la tierra. Pero la cárcel estaba colmada, no disponían de un solo cupo. Así que Tascón utilizó los servicios de Haroldo Ventura para darle una paliza, de la que Peregrino casi no se recupera.
Sin embargo, su distintivo era la terquedad. O la perseverancia, según la definieran los demás o él mismo. Se hizo amigo de uno de los guardianes. Frida le regaló un par de vestidos.
«Son para su esposa», le dijo al Guardián. Y él, que necesitaba comprar la absolución de unos pecados recientes (había ido por esas noches a la casa de Tita Tulia, donde las muchachas valían menos que un vestido porque para ejercer su profesión no necesitaban ninguno), los aceptó con algo parecido a la alegría.
—Quiero que me metan a la cárcel —le confesó Peregrino Cadena. Y el Guardián le dijo que eso era imposible si se atenían a los trámites establecidos en los códigos; pero como las leyes se hicieron para violarlas, el Guardián le indicó la forma de entrar. Y Peregrino se preparó durante una semana, hasta que aprendió de memoria los detalles y tuvo listas las soluciones para todos los problemas.
Lo primero que hizo fue conseguir un disfraz de preso. Luego una cuerda larga y resistente. Finalmente, un pico. El día señalado se situó en la parte posterior de la cárcel. Miró hacia arriba, y lo acometió el vértigo: la pared, lisa y sucia, se elevaba en unos veinte metros. Pero esto no era suficiente para desanimarlo. Abrió un pequeño hueco, cuidando de hacer el menor ruido posible. También es verdad que la lluvia, que había arreciado hacia los prólogos de la tormenta, acallaba los golpes sordos del pico contra los ladrillos. Pronto comprendió que así no iría a ninguna parte, y cuando estaba desanimado vio al Guardián que lo observaba desde la garita. Peregrino amarró el pico a la punta del lazo y lo lanzó con fuerza. Luego de nueve o diez intentos el Guardián agarró el pico, anudó la cuerda a los barrotes de la garita, y Peregrino comenzó a subir.
Estuvo tentado a renunciar; sintió en la palma de las manos la humedad quemante del cordel, cuando resbalaba; se le clavaron agujas de dolor en los hombros, los antebrazos y las piernas. Y cuando ya pensaba dejarse caer al vacío y terminar con todo, el Guardián le dio la mano y se encontró frente a él, en el estrecho recinto de la garita.
—Ahora —le dijo— baje tranquilamente al patio de los asesinos. Ahí se puede quedar el tiempo que desee. Ah, y si quiere aislarse, no es sino que cometa un delito mayor, y lo mandarán al calabozo.
—¿Matar a alguien? —preguntó Peregrino.
—No —dijo el Guardián—. El que mata a un asesino tiene rebaja de cuatro años de cárcel; robe une de las raciones diarias y con eso le garantizo dos meses de calabozo a pan y agua.
Peregrino le agradeció lo mejor que pudo, y descendió al patio. Allí se confundió con otros presos Su uniforme, que era nuevo al empezar su intento de meterse a la cárcel, se había desgarrado en varios sitios y la lluvia y el cemento y la cal de la pared lo habían convertido en un desastre. Por eso nadie lo desconoció Lo vieron pero no lo miraron, o lo miraron pero no le vieron. Se sentó bajo un alero al que el granizo de une pasada tormenta había desboquetado. Unos presos dentro de las celdas, jugaban a los dados; otros en e centro del patio contaban chistes obscenos, sin hacerle caso a la lluvia que ya era tan común como sus uniformes de largas y persistentes rayas grises Peregrino se sintió en paz: tenía un lugar, tenía compañeros, era alguien: un preso. Cerró los ojos, alzó la cara y por el boquete del alero le cayeron chorro; de lluvia. No sabía mal el agua, era casi agradable Luego pensó que la sensación placentera no se h producía el agua sino el tener por fin un sitio suyo donde sentarse a mirar pasar la vida hacia la cenagosa charca de la muerte.

Pero su alegría duró poco. A los dos días Tascón en su calidad de Director, hizo la reglamentaria visita mensual. «Sobra uno», dijo, y de inmediato le identificó.
Se lo llevó a su despacho. —No puedo tenerlo preso —le dijo—. Usted m ha hecho nada. Y Peregrino Cadena empezó la relación de sus crímenes:
—Maté no menos de quince soldados.

—¿Enemigos? —preguntó Tascón.

—No lo sé —dijo Cadena— en el frente todos los soldados son iguales, lo importante es matarlos—. Y añadió que había robado las raciones de los agonizantes; y que conversó con los guerrilleros; y que hurtó un caballo y una carreta; y que era un desertor.
—Todo eso puede ser cierto —dijo el Director—. Pero no tenemos ni un solo cupo, así que lo dejo en libertad.

—¿Y para qué quiero la libertad? —protestó Peregrino.
Tascón se rascó la cabeza:
—Nunca se ha sabido para qué quiere el hombre la libertad, sobre todo si no sabe usarla.
—Yo —dijo Peregrino— quiero usar mi libertad para estar en la cárcel.
—No puede —contestó el Director—. La cárcel es para los que han perdido la libertad, no para los que la ejercen.
Peregrino insistió, dijo que había entrado a la prisión clandestinamente.
—Eso es una fuga al revés—dijo Tascón—. O sea que merece una pena al revés. Si la pena es la detención, la pena al revés es la libertad, o sea que usted es libre. No hubo remedio: Peregrino Cadena fue puesto en libertad. Cuando Tascón le dio la planilla que lo identificaba como un hombre libre, la rompió en su presencia, y luego le escupió en la cara, y para finalizar le propinó un puntapié furioso en la entrepierna y le dijo que su madre era una de las putas de Tita Tulia. El Director aguantó sin pestañear: no iba a caer en una trampa tan infantil.
Peregrino echó a andar por el lodazal de la calle, Miró los altos muros, recordó sus ratos de permanencia en el patio, la compañía de los otros presos, y se sintió triste y solo. Al final de la lluvia habría alguien esperándolo, pero no sabía quién. Tampoco podía siquiera presumir dónde o cuándo quedaba ese final, así que regresó donde Frida y se lo contó todo.
—¿Y si insiste? —le comentó.
Y Peregrino buscó al Director y le dijo:
—Renuncio a mi condición de hombre libre deténgame.
—Sólo se puede poner presos a los hombres libres porque poner presos a los presos no tiene sentido. As que si usted ha renunciado a ser libre es preso, y en esta forma no lo puedo apresar.
—Pero si no puedo perderla, la libertad no me sirve Al hombre le sirve la vida porque siempre está a un pase de perderla; le sirve el amor porque se le apaga en el olvido le sirve el día porque se le consume en la noche; le sirve e semen porque se le ramifica en los hijos.
Podían ser razones bastante buenas, pero Tascón se mostró inflexible:
—Para el hombre, la libertad es como la vida; cuando lo maten ya no necesita la una ni la otra.
—O sea —comentó Peregrino— ¿que para ser libre debo suicidarme?
Se cansó de argumentar, sobre todo porque Tascón cerró la puerta de la cárcel y Peregrino estuvo hablando solo los últimos, veintiocho minutos. Tomó la calle hacia; su casa y golpeó cuatro veces. No le abrieron, pero 1< pareció que por encima de los tejados lo observaban uno; ojos llenos de odio. Alzó la cara y la lluvia le inundó la; miradas y no vio nada porque los ojos se le ahogaron.
Se quitó el empapado vestido de preso y se puso una túnica blanca. El hábito no hace al monje, comentó. Frida no estaba. Tampoco el café. La casa sola, rodeada de ropas huérfanas de la presencia de los cuerpos, creció de tal modo que Peregrino sintió que se lo tragaba un vórtice de soledad y de locura.

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