La última guerra IX

La guerra puede empezar en una bofetada y acabar con un mundo; la pierde el hombre, y la gana el bando que tenga más capacidad para el asesinato
Antes de la guerra, en Solodios no había prostíbulos. Pero como los implicados andaban merodeando por la vanguardia y la retaguardia de la contienda, Tita Tulia empezó a reclutar muchachas que, al acaparar el semen ocioso de los combatientes, salvaban el honor de las mujeres casadas, de sus hijas adolescentes y de las solteras que no querían compartirse. El burdel fue creciendo no por arte de magia sino por arte de guerra, y se había convertido en una especie de Torre de Babel donde no sólo se hablaban todos los idiomas imaginables sino que circulaban todas las monedas del planeta.

Peregrino Cadena, empapado de soledad y de tormenta, vio parpadear las luces rojas entre la neblina que se levantaba de los pantanos. Era hombre, se dijo, y desde el principio del tiempo los hombres han buscado a las prostitutas. Así que allá fue a parar con los andrajos de su uniforme.

Le abrió un marica modoso y coquetón, y se encontró en la mitad de una sala atestada de soldados en licencia, desertores, paramilitares, guerrilleros, terroristas, oficiales y mujeres, ellos llenos de armas y ellas casi desnudas. No se distinguían amigos de enemigos, ocupados en el mismo negocio de acostarse, moverse hacia adentroy hacia afuera, orgasmar y salir de nuevo a las trincheras, ellos; y de acostarse, acoplarse al movimiento del macho, fingir un orgasmo agotador y salir de nuevo a la sala en busca de otros clientes, ellas. Tita Tulia había adornado la pared del salón principal con una bandera negra, en el centro una calavera y dos tibias cruzadas. Ese podía ser el emblema de la guerra, librada por todos contra todos sin el menor asomo de patriotismo porque desde hacía años la geografía no existía para nadie. Otro de los adornos consistía en una doble fila de cañones, obuses, bazucas y metralletas, alternados con piernas de maniquíes generosamente abiertas y al parecer dispuestas para que en su vórtice fueran sepultadas las armas. Era como si estuvieran significando que de la cópula de un cañón y una vagina podría nacer un nuevo tipo de bomba que acelerara la destrucción del mundo. Asunto en el que -pensó Peregrino – nadie estaba interesado. Porque si el mundo era destruido se acabaría el jugoso negocio de la guerra.

—Soy Nana —dijo una de las chicas, ataviada con un ceñido traje negro. Peregrino buscó en sus bolsillos las monedas que cubrieran la tarifa que la muchacha tenía impresa en una cinta negra estirada sobre la frente. —No te cobraré nada —dijo ella— ya dos de los generales me pagaron lo suficiente para que no tenga que trabajar el resto de la noche.
Subieron a la alcoba, pero la encontraron ocupada. Peregrino reconoció al Comandante Policarpo, y se preguntó si estaría allí sembrando sus ideas fascistas. Una muchacha gemía no tanto por el peso de su cuerpo sino por el de las cananas, granadas, cantimploras, pistolas y cuchillos que vestían al guerrillero. Cuando terminaron entró el Comandante Polidoro, se trepó encima de la misma chica que repitió los gemidos oprimida por el armamento del combatiente que sembró —en opinión de Peregrino— sus ideas comunistas.

—A esa chica—dijo Nana, confidente— la llaman la Patria, porque se la tiran todos.

Pasaron a otra alcoba y vieron a los generales de los dos ejércitos que llenaban de cadáveres la zona sur de Solodios. Encima de la cama tenían desplegada no una ramera sino una serie de mapas, y sobre el papel iban planeando los combates que ninguno de los dos ejércitos podía ganar.

—Eso lo hacen todas las noches en los últimos años —le dijo su compañera ocasional, a la que por lo visto no se le escapaba nada.

Luego subieron al tercer piso y encontraron una sala atestada de guerrilleros y soldados con el mismo uniforme: el del odio. Eran amigos y enemigos, y en ese momento no les importaba. Habían llegado de todos los países de la Tierra. Los unos reclutados, los otros vendidos como mercenarios. No tenían otra profesión que la violencia, no sabían otro lenguaje que el de los disparos. Bebían zumo de ira en grandes vasos y a veces se atacaban, se mordían como perros, se insultaban en sus respectivos idiomas, y como no se entendían fácilmente acudían al idioma universal de la pólvora.

Por fin hallaron un sitio solitario, en el fondo de un frigorífico averiado que tenía una temperatura agradable. Nana se despojó de la cinta con la tarifa, y se quitó el vestido. Debajo de él no tenía sino el escalofrío, y Peregrino la vio tan débil, indefensa y pequeña que su deseo —que había ido en aumento enel recorrido de las alcobas y salones— se emparamó completamente.

—No es que no me gustes —le dijo— es que el sexo por el sexo no tiene sentido. Si me hubieras cobrado habría sido distinto. Si me amaras, sería muy diferente. Pero así es como matar una liebre con una bomba atómica.

Nana no lo entendió. Era el primer hombre que despreciaba el suculento plato de su cuerpo. Se vistió, y le dijo que llamaría al marica para que lo atendiera.

—No se trata de eso —dijo Peregrino—. Me gustan las mujeres pero aquí no hay ninguna.

Tita Tulia disfrutaba la música de la registradora, a donde caían pesos, dólares, rublos, francos, marcos, pesetas, denarios, liras, australes, florines, balboas, libras, coronas, sucres y otros valores similares. La guerra, como la prostitución, no reconocía nacionalidades.
Nana ya no lo quería. Se sintió solo en medio de la multitud abigarrada y ruidosa. Buscó una silla y no encontró ninguna; buscó un rincón, y estaban ocupados por parejas que copulaban como mascando chicle. Intentó localizar a los comandantes guerrilleros para preguntarles por Pálmasela, pero los vio jugándose a los dados las últimas banderas.

Salió a la calle y a la lluvia. Los miasmas de los pantanos flotaban en la oscuridad como fantasmas. Se oían los disparos en el silencio de la noche, mezclados con los sonidos de la fiesta, el tintinear de las monedas y los gritos y arengas en los distintos idiomas regados a lo largo de la geografía y de la historia. Lo acobardó el frío y regresó al lupanar. Indagó por Nana, y nadie supo darle razón. Pidió una cerveza y no lo oyeron.

Unos soldados borrachos, abrazados, cantaban en una extraña jerigonza una letanía de maldiciones contra la vida. La radiola de colores molía una música sin identidad.
—Busco a la mujer más cara de la casa —le dijo a Tita Tulia, y ella le dio una llave y le arrancó sus últimos dineros.

—Arriba, segunda puerta a la derecha —dijo; y continuó manejando la registradora, que le producía un regocijo casi sexual.

Peregrino Cadena ya tenía hembra asegurada. Eso le produjo cierta euforia; y el deseo, que se le había emparamado en el frigorífico, empezó a crecerle en medio de las piernas. Al fin de cuentas, pensó, el hombre necesita afirmarse, y el pene es su mástil y el semen su bandera.

Vio a varios obreros de la fábrica de armas, y los esquivó cuando reconoció a Haroldo Ventura y recordó que lo buscaba para matarlo. Lo que menos quería en ese momento era morir, porque la hembra más cotizada del burdel estaba esperándolo, quizás ansiosa o fingidamente enamorada. ¿Encontraría en ella un poco de calor, un rescoldo siquiera de ternura’? No, era imposible. El negocio las metalizaba, y nunca se ha sabido que una estatua de cobre tenga sentimientos.

Agarró una cerveza del mostrador y la bebió con prisa. Le recorrió la sangre como un fuego. Palpó su pene erecto y se propuso dejar satisfecha a la mujer que lo esperaba, aun cuando se tratara de una de esas hembras insaciables que a veces anuncian los lupanares más sofisticados. La guerra era eso, pensó: putas, terroristas, soldados, borrachos, tramposos, traidoresy maricas. La guerra era el vómito de Dios sobre la Tierra.

Abrió la puerta y vio a la mujer recostada en la cama, desnuda, brillante su cuerpo blanco en la penumbra. Encendió la lámpara y reconoció a Lunaluz. Y curvado sobre la cama, mientras los perros del dolor le arrancaban las visceras a mordiscos, lloró como un idiota y aulló de tal modo que los porteros del burdel acabaron sacándolo a puntapiés hasta la lluvia persistente de la calle en tinieblas.

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