La última guerra II

Las leyes sirven para que los códigos tengan más páginas, las sociedades más barricadas y los hombres más ocasiones de violarlas
—Como no hay servicios públicos, tampoco hay puestos públicos —dijo el Alcalde. Y Peregrino Cadena no insistió.
Desde hacía muchos meses, el acueducto de Solodios había sido averiado por una bomba que erró el blanco, y que cayó veinte kilómetros antes del frente de batalla. Tampoco había luz eléctrica, y ante la escasez de gasolina y otros combustibles que eran totalmente empleados en la guerra, se alumbraban con velas. Las fábricas de armas y el prostíbulo de Tita Tulia tenían sus plantas particulares, pero la energía que generaban se gastaba íntegramente para sus propios fines.
—Quisiera trabajar en algo, de todas maneras— insistió Peregrino—. Incluso sin cobrar un centavo, sólo para tener algo que hacer.

Pero el Alcalde lo miró con desconfianza:
—Un desertor puede volver a desertar, y por lo tanto es un peligro en todas partes.

—Podría —insistió Cadena— ayudarle a que se cumpla la ley.
El Alcalde no quiso decirle que las leyes estaban en desuso desde el comienzo de la guerra. A él, por ejemplo, lo habían elegido popularmente para su cargo por un período de dos años; pero el tiempo se venció y la gente estaba demasiado ocupada en los menesteres de la contienda para pensar en elecciones, así que había continuado en su puesto.

—Las leyes —dijo— indican que los desertores deben ser fusilados.
—Las leyes —dijo Peregrino— han de hacerse a la medida del hombre.
—Lo siento —replicó el Alcalde—. Es el hombre quien tiene que hacerse a la medida de las leyes; el que no las cumpla va contra ellas y merece ser castigado.
—Bastante castigado está el hombre por el sólo hecho de vivir —argumentó el desertor.

—No será tan castigo cuando todos se aferran a la vida —dijo el Alcalde.
—Nos aferramos a la vida porque le tenemos miedo a la muerte —dijo Peregrino.
—La muerte es la pena máxima que permite la ley —informó el Alcalde.

—La muerte —reargüyó Peregrino— debe mirarse sólo como una puerta de par en par sobre el mayor de los misterios del hombre.
Llegó el Inspector de policía. En las épocas de la paz, tan lejanas e inalcanzables como las tardes del verano, había ido con Peregrino a Pálmasela; hablaban de las siembras y de las cosechas, de los amores y los hijos, de los surcos y los caminos. Ahora los temas eran diferentes.
-Yo le ayudo al Alcalde a que la ley no sea atropellada en Solodios —dijo—. Si llegamos a perder la ley, lo hemos perdido todo.
-Yo creo que todo lo perderemos —argumentó Peregrino— cuando perdamos al hombre.

Los disparos se oían más cerca. Pensaron que Solodios correría la suerte que ya habían corrido los terrenos situados al occidente. Más temprano o más tarde ellos serían como esos seres que vivían entre las tinieblas y la lluvia, escondiendo sus acelera mutaciones, calvos, la carne viva, los ojos sin paipai encorvados y con huesos gelatinosos c transformaban sus brazos y piernas en apéndices grotescos e inútiles. La guerra iba borrando el muí y construyendo la ruina.
—Debemos mantener el orden —dijeron Alcalde y el Inspector.

Peregrino sabía que no había orden, ya que guerra es el desorden máximo. Pero no quiso discutir con ellos, empeñados como estaban en cumplimiento de sus deberes.
—Hemos establecido —dijo el Alcalde— i disciplina de emergencia. Si usted no está en el frer está contra la paz. Si usted no dispara manteniendo guerra, está empuñando las armas para matar la p Solamente los soldados pueden hacer la paz a gol] de fusil. Los desertores son los excrementos de guerra.
Peregrino habría podido decirle que la paz necesita de las armas sino de los arados, no se da en el fondo de las trincheras sino entre la amplitud de caminos. Lo pensó un rato y se lo dijo.
—La paz —le contestaron— hay que hacerla a fuerza; al que no quiera la paz tiene que matarlo la guerra La paz pacífica es una utopía; lo que el mundo necesita una paz violenta, una paz impuesta a las malas, una p vigilada.
—No se puede encarcelar el viento —di Peregrino. Pero el Inspector y el Alcalde estaba redactando un decreto por medio del cual establecía que el hombre sólo tiene derecho a la p de los sepulcros.
Regresó a su casa y golpeó varias veces. Tiempo después se entreabrió la ventana de la alcoba de Lucas. —No hay nada que darle— dijo. —¿Ni siquiera cariño? —preguntó el ex soldado.
Pero el cariño era un término y un sentimiento obsoleto, había caído en desuso y ya no se encontraba ni en los diccionarios.
Seguía lloviendo. Una lluvia menuda y constante, un poco sucia como si las nubes fueran de ceniza. Olía a la podredumbre tradicional de los pantanos; pero también a los cadáveres que se iban pudriendo en las trincheras.
—¿No has vuelto a la escuela? —le preguntó a Lucas, que parecía urgido por cerrar la ventana.
—La escuela ya no existe —dijo Lucas-. La única materia que necesitamos aprender es la guerra, y cuando cumpla trece años me van a llevar a practicarla.
La ventana se cerró. Peregrino tenía hambre, tenía sed. Abrió la boca para que se la llenara la lluvia pero al tragarla notó un sabor a óxido, a carne descompuesta, a pólvora. Vomitó hasta quedar exhausto. Se sentó en el andén, se reclinó contra la puerta de la que había sido su casa. Oyó el ruido de una escuadrilla de aviones. Si dejaran caer una bomba sobre Solodios se acabaría todo, pensó con una anticipada sensación de alivio.
Podían ser las cuatro de la tarde. O tal vez era mediodía. O las dos. ¿De hoy, de ayer, de mañana? La guerra había alterado los almanaques. Deseó que sus compañeros del frente lo buscaran, así volvería a tener un oficio. Recordó sus herramientas: su pistola y su metralleta tiradas entre los matorrales. Ya no podría hacer el trabajo de la guerra que era el único permitido en ese mundo, regido por unas leyes promulgadas y mantenidas a espaldas del hombre.

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