IX Reencuentro

Por: Angélica Santana

Pasé la noche sentada en un viejo taburete en la cocina. Por ratos dormité, y por horas enteras, mientras estuve despierta, pensé en el delicioso erotismo que Nick había despertado en mí la noche anterior. Aún sentía en mi cuello su respiración excitada, y en mi cintura sus manos ansiosas, que amparadas por la oscuridad del bar, acomodaban mis caderas a su conveniencia. En medio de esas deliciosas sensaciones, estaba presente una extraña ansiedad, por no recordar el mensaje que me enviara minutos después de liberarme de sus brazos, y que entre suspiros y deseos satisfechos, leí en la estación mientras esperaba el metro. Había perdido el celular, por ayudar a la extraña mujer que ahora dormía profunda en mi cama.

Bebía mi sexta taza de café, mientras el rústico reloj con forma de gallina, que colgaba de la pared, marcaba las primeras siete horas y dieciocho minutos de lo que sería un cálido día de verano de principios de julio de 2005, año de los funestos atentados en Londres.

A mis recuerdos los cobijaba su refrescante olor oriental, sus murmullos ligeros y sus manos ágiles y fuertes desbordadas sobre mi piel. Pensamientos sensuales y difusos, de los que fui sustraída por aquella mujer. Alta, sensual, de pelo rubio y desordenado, que medio desnuda y con mirada pérdida, apareció en la puerta de la cocina.

— ¿Dónde estoy? —preguntó, mirando para todas partes.

—En mi apartamento —contesté cortante.

— ¿Cómo llegué aquí? — preguntó otra vez, bostezando.

—Te traje… con dificultad, pero lo hice. Tienes piernas largas —dije, mientras la miraba de arriba abajo. Era tan sensual que me pareció una leona en celo. —Pesas mucho.

—Eso mismo dijo mi último amante —respondió, sonriendo con descaro. Hizo una pausa y agregó: —Me llamo Vicky. Recuerdo que subí al metro con mis amigos, Thomas y Loise.

— ¡Vaya amigos! —pensé en voz alta.

— ¿Me abandonaron?

—No tengo idea.

— ¡Idiotas!

Después de un breve silencio, empezó a llorar. Conmovida, me acerqué y la tomé de las manos.

—Soy Camila —le dije y procedí a contarle cómo había terminado en mi casa. —Sobre las doce de la noche abordé el metro. En el vagón solo estabas tú, y unos puestos más atrás, un tipo de aspecto sucio y descompuesto. Por la forma como recostabas tu cabeza contra la ventana parecías dormir. Sentí miedo y me senté a tu lado. Fingí distraerme con el celular pero después de unos minutos de mucha quietud, deduje que algo no estaba bien. Con temor, te empujé un poco, pero no reaccionaste. Debía bajarme en la siguiente parada, y fue en ese momento en que entré en pánico por lo que pudiera sucederte si te dejaba sola. El metro paró en mi estación y no lo pensé más, ¡ayúdame!, te grité, estrujándote colérica, y sacando fuerzas de donde no tengo, te cargué y a tirones te puse fuera del vagón. El hombre bajó tras nosotras con intención de aproximarse, pero el ruido de un metro que venía en dirección opuesta lo hizo cambiar de rumbo y seguir su camino hacia la oscuridad. Tomamos un taxi y aquí estamos.

—No sé cómo esos imbéciles pudieron dejarme.

—Estabas sola y no traías bolso ni celular.

— ¡Maldición!, con seguridad los dejé olvidados en algún bar.

—No eres la única que perdió su celular. Supongo que dejé el mío en el vagón del metro mientras te ayudaba.

—Lo siento, perder el celular es un fiasco. Jamás recuperas todos los contactos.

—Los contactos no me importan, solamente los datos de la cita que debía cumplirle hoy a Nick —confesé.

— ¿Tu novio?

Ese era un tema que no quería discutir con una desconocida, pero sería una oportunidad de desahogar mi frustración y espantar mis fantasmas.

—No… alguien especial a quien conocí anoche.

— ¿Te gusta mucho entonces?

—Es mucho más que eso. Es magnetismo, es seducción, es miedo. Como algo que quieres rechazar pero no puedes. Un enigma que trastorna.

— ¿Pero qué tiene ese tío que te dejó encoñada? Por tus ojeras, se nota que no has dormido.

—No sabría explicarte…

— ¡Pruébame!

—Lo conocí anoche, pero duerme conmigo hace seis meses.

— ¡Estas locaaaaa tía! ¡Contigo corro más riesgo que con el tipo del metro! Mejor dame otro café —me alcanzó la taza en la que ella misma se había servido minutos antes.

—No te cuento esto para que te rías —dije. No sé por qué, pero empezaba a tomarle confianza.

— ¡Joder! ¿Cuéntame cómo es esa mierda de comerse un fantasma?

—Yo no dije eso. Anoche lo vi, lo sentí. Es de carne y hueso. Muy real. ¿Ves?, te dije que no lo entenderías.

—No importa, quiero saber más.

***

Como a las diez de la noche, mientras tomaba un coctel con una amiga en un bar, tuve la sensación de que alguien me observaba. Al cabo de unos minutos la sensación se hizo más intensa. No podía concentrarme. Levanté la vista y me encontré con unos profundos ojos negros. Sentí un vacío en el estómago. Era la personificación misma de lo que viera en mis sueños. Sentado en la esquina opuesta de la barra y mientras jugueteaba con un vaso, me intimidaba con su mirada, ignorando de manera descarada a la mujer que lo acompañaba.

Luego de un rato, venciendo parte del pánico que me helaba, me levanté con la excusa de ir al baño. Sabía que vendría tras de mí, así que lo esperé en un pequeño hall que conduce a la zona de fumadores. Después de unos segundos, unos brazos fuertes, velludos y morenos abrazaron mi cintura. Una tibia escarcha recorrió mis entrañas. Me besó con suavidad, apenas rozando mis labios, luego, acuñándome contra la pared, nos fundimos en un juego de besos y caricias ansiosas. Con habilidad se deshizo de los botones de mi blusa. Deslizó su mano por entre mi falda y recorrió con sus dedos la diminuta línea de mi panty. Me humedecí en segundos, mientras sus dedos navegaban como juguetones delfines en mis profundidades. Con la complicidad del ruido y del alcohol, del olor a cigarrillo y drogas, cerré los ojos y me dejé llevar…

—Ven a mi casa, tengo ansias de ti… —le dije cuando sentí mis pies sobre la tierra nuevamente.

—No Thais, no puedo.

Oírle decir Thais me alteró. Lo empujé con fuerza y quise salir corriendo, pero con agilidad me detuvo por el brazo.

—Quiero tú número —me dijo, con un tono de voz más cercano a una orden que a una petición.

Para liberarme de su mano se lo di y corrí a la mesa en busca de mi amiga, pero ella no estaba. Con afán tomé mi bolso y me lancé a la calle. Estaba aterrorizada. El único que me llamaba Thais era mi padre y murió hace más de quince años, Vicky.

***

—Qué raro —replicó Vicky, con el ceño fruncido — ¿Cómo conoció a tu padre?

—No lo sé. Yo también quisiera saberlo.

— ¿Y es que tu segundo nombre es Thais?

—No. Mi padre fue un hombre muy culto, amante del arte en todas sus formas. Su ópera favorita fue la de un monje que se enamora perdidamente de una sacerdotisa, a quien sólo ha visto en sueños. El monje, creyendo esas visiones una señal divina, la busca y huye con ella. Con el tiempo, la disyuntiva entre amor y fe lo lleva a abandonarla en un convento. Sintiendo que su existencia está vacía sin ella, reniega de sus votos y decide regresar. Llega al convento y la encuentra en su lecho de muerte. Le confiesa que todas sus enseñanzas son mentiras y que la ama. Thais muere en sus brazos.

—¿Y qué tiene que ver esa historia con que tu padre te llamara Thais?

—Cuando tenía como doce años, mi padre fue trasladado por su trabajo a Damasco y vivimos allí una temporada. Mi mejor amigo del colegio se llamaba Said, a quien mi padre llamaba “El Monje”. Su familia, de tradiciones musulmanas, le había infundido la vocación de ser un guía religioso o Imán, que es como un sacerdote para los cristianos; pero su vocación le llegaba hasta la puerta de mi casa, pues al verme, le decía a mi padre que al diablo, que lo que él quería era casarse conmigo. Desde entonces mi padre, al consentirme, me llamaba Thais.

Tuve que sentarme para no caer. Por mi mente empezaron a circular recuerdos de mi etapa en Damasco con Said. Su devoción y amor incondicional hacia mí, a pesar del tiempo, nunca me dejaron olvidarlo. Me costaba creerlo, pero era él. El enigmático hombre que me había guiado por impensadas formas de placer la noche anterior, era él, era Said. Pero se había presentado como Nick. ¿Por qué? ¿Qué razón podría tener para no presentarse con su verdadero nombre?

—¿Qué te pasa nena? ¡Te pusiste pálida! —señaló Vicky.

—No es nada. Sólo el trasnocho —respondí, tratando de disimular el temor que me empapaba.

— ¿Y volviste a ver a ese Said?

—No. Después de que partimos de Damasco, mantuvimos comunicación por algunos meses, pero las rigurosas costumbres de su familia nos impidieron seguir en contacto.

—Pues lo que hay que hacer es recuperar ese celular para asegurarnos de que lo veas y salir de dudas. ¿Recuerdas a qué hora es la cita?

­—A las cuatro.

—Todavía estas a tiempo.

—A ver Vicky, seamos realistas. ¿Cómo voy a encontrar mi celular? ¿Qué probabilidades tengo de recuperarlo en el metro, donde deben circular no sé cuántos cientos de miles de personas al día? ¡Ninguna! A estas alturas, creo que sólo una cosa me salvaría.

— ¿Qué? ¡Suéltala!

—Un milagro. Sí, necesito uno, el problema es que no creo en los milagros.

— ¿Por qué no tratas algo más sencillo?

— ¿Cómo qué?

—Ve al centro de objetos perdidos del metro y preguntas por tu celular.

— ¿Eso existe?

— ¡Pero si te lo estoy diciendo! No sé dónde queda pero podría averiguarlo.

 

Transcurrida casi una hora de búsqueda por internet y confirmación telefónica, la rubia me sorprendió con un grito.

— ¡Lo tengo! La oficina queda en la estación de Baker Street. Sé dónde está. Si quieres podría acompañarte.

—Sí, está bien, ahorraría tiempo, es casi medio día y mi cita con Nick es a las cuatro.

***

Llegamos  a  la  estación  y  nos  acercamos  a  lo  que  parecía  la  oficina  de información. Al otro lado de la ventanilla, una mujer morena, de cincuenta y tantos años, bien entrada en carnes y con una viva expresión de cansancio y tristeza en el rostro, como gastada por el trabajo y las penas.

—Buenas tardes, mi nombre es Camila y estoy buscando mi celular. Lo dejé olvidado en el metro ayer, hacia las doce de la noche. En la ruta de la District Line. Quisiera saber si lo trajeron aquí.

La mujer se comunicó con alguien a través de un radio teléfono.

—Barry, tengo a dos chicas que preguntan por un celular perdido anoche en la District Line ¿sabes algo? Barry, ¿me copias?

La mujer insistió un par de veces  sin obtener respuesta, en cambio, nos indicó la dirección que debíamos tomar por el subterráneo, hacia la bodega donde guardan los objetos perdidos.

Asumí que el hombre que nos abrió la puerta, alto, barbudo, de ojos azules y pelo largo, era Barry. Le expliqué lo que necesitábamos y en un marcado y casi inentendible acento escocés, nos dijo que acababa de recibir turno, por lo que no tenía idea de lo que había llegado en la mañana. Nos invitó a seguir. Lo primero que captó mi atención fueron un par de espadas que me recordaron la espada de Suchito, en “El último Samurai”, una de mis películas favoritas. Al lado, tres murciélagos momificados, una jaula vacía y una torre Eiffel como de unos treinta centímetros. Unos pasos adelante, estantes atiborrados de carteras, abrigos, bufandas y guantes de invierno de todas las texturas y colores. Pilones de libros de piso a techo. En los últimos estantes, cientos de juguetes, chucherías y una muñeca inflable que llamó mi atención por su voluptuosidad y el vestido de enfermera que llevaba puesto. A primera vista, pareciera una de las que se usan como pareja de baile, sólo que esta, por su apariencia y por el orificio que se vislumbraba debajo de su diminuta falda de enfermera, tenía claramente un uso diferente.

—Los objetos que ocupan mayor espacio, como remos, tablas de surf e instrumentos musicales, se encuentran al fondo, los celulares están por allí —dijo Barry. Nos señaló una mesa en la que reposaban docenas de teléfonos, a donde me dirigí esperando el milagro, aunque no creía en ellos…

— ¡Oh por Dios, mi celular, esto sí que es un milagro! Aquí está. ¡Lo encontramos!

No pude evitar saltar de emoción y abrazar a Vicky, esa extraña mujer con la que había intentado espantar mis fantasmas un par de horas atrás y que poco a poco se convertía en una amiga.

El reloj marcaba las tres y diez minutos de la tarde. Tenía tiempo suficiente para tomar un bus y llegar a mi cita y de ese modo evitar la fétida ola de calor que por estos días de verano emana de los túneles del metro.

***

Según las indicaciones de Vicky, el café está ubicado frente a la entrada principal de la estación de Kings Cross. La flacuchenta tenía razón. Aquí estoy, esperando en uno de los cafés más emblemáticos de la ciudad, el Café Premier, decorado al mejor estilo inglés. Mesas vestidas de color blanco y verde oliva, servilletas de tela, sillas con brazos curvos y respaldo bajo, y en el techo, las infaltables lámparas de araña. Desde la mesa donde estoy, puedo observar a la gente que entra y sale del metro, todos corriendo, siempre apurados, siempre Londres. Said aparecerá en cualquier momento.

Me siento nerviosa, mis ansias de él se hacen cada vez más intensas, me empiezan a sudar las manos. Miro el reloj. 3:50 p.m. Estará acá en diez minutos. No dejo de pensar en cómo lo saludaré. ¿Me levantaré de la silla? No, eso no, las mujeres no nos levantamos de la silla para saludar. ¿Me dará un beso en la mejilla? ¿Me robará un beso en la boca? Ahhh… tengo muchas preguntas… ¿Por qué no me dijo desde el principio quién era? ¿Por qué he estado soñando con él? ¡No aguanto más!, quiero verlo…

Escucho un estruendo, un estallido. Saltan vidrios por todos lados y me tiro al suelo cubriéndome el rostro con las manos. Unos segundos después me levanto aturdida, no sé qué pasa, lo único que puedo ver a través de los ventanales rotos es una densa capa de humo que proviene de la entrada del metro. ¡Mierdaaaa! Said…

Cincuenta y seis personas fallecieron en el ataque perpetrado por Al Qaeda al metro de Londres. Entre ellas, tres terroristas identificados como Khalil Ragh, Asam Dulama y Said Lamk, mi Said. El hombre que hoy, ocho años después, espero reencontrar entre mis sueños.

FIN

 

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