Intimidades de la marcha del profesor Moncayo.

Por: Gilberto Castillo.

 

Mil doscientos ocho kilómetros  recorrió el profesor Gustavo Moncayo desde su pueblo natal Sandoná, en  Nariño, hasta la Plaza de Bolívar para reclamar por la libertad de su hijo, el cabo Pablo Emilio Moncayo, secuestrado por las FARC durante el ataque perpetrado por  este grupo armado a  la base de Patascoy, hace nueve   años.

«El profe» Moncayo saludando espontáneos

Su jornada para llegar a la meta final fue de cuarenta y seis  días, y durante los últimos  quince, Ver Bien Magazín, no solo se unió a la marcha, sino que caminó con su protagonista, hombro a hombro en medio de la multitud, conociendo de manera directa, los momentos más íntimos y emotivos  de la misma.

Este hecho que se inició el quince de junio, el  mismo día en que se celebraba el Día del Padre en todo el país, no fue un acto premeditado por Moncayo, sino un impulso, motivado por el desespero de saber que desde tres mil días atrás, su hijo y otros  secuestrados por este grupo subversivo, se pudren en húmedas e improvisadas  jaulas, en las selvas colombianas.

Aquel día, según cuenta su hija Yury Tatiana, Moncayo amaneció con la firme determinación de crucificarse de verdad en la plaza principal de cualquier ciudad del país, para ver si sus clamores por la vida de su hijo, era escuchados. Antes había venido a Bogotá, una y otra vez, sin dinero, aguantando hambre, casi durmiendo en la calle y con la esperanza de que algún funcionario importante del Gobierno de turno lo escuchara. Pero sus pasos solamente llegaban hasta los dominios del portero, y si estaba muy de buenas, hasta la recepción de los grandes despachos, donde las secretarias, con un cinismo aprendido a fuerza de mentir por obligación, le indicaban “que al doctor se le había presentado una reunión muy urgente y por eso la cita estaba cancelada”, debiendo regresar a su pueblo, después de veintiséis horas de viaje, cansado, con las esperanzas rotas pero la voluntad más endurecida que antes.

El Obispo de Pasto lo tildó de loco.

““Al comienzo esto parecía una locura. ¡Caminar hasta Bogotá era un imposible! Miré un mapa y ví que eran más de 1.000 kilómetros de distancia, y mi papá casi un sedentario sin ningún tipo de ejercicio, únicamente el que hacia de la casa al colegio. Mi mamá y yo no lo pudimos disuadir de esa “loca idea”, y no tuve otra alternativa que pedirle que me dejara acompañarlo. Al oírme, me miró de arriba abajo, como tratando de ponerse de acuerdo consigo mismo. Finalmente me dijo que empacara una muda de ropa interior, un pantalón, una camiseta y nada más, mientras empezaba a ponerse en el cuello y en las muñecas una cadena que había sacado fiada en una ferretería, por que ni plata para comprarla tenía”.

“Ese día en Sandoná oímos misa con unos amigos, y como a la una de la tarde empezamos a caminar con rumbo a Pasto. Yo no pensaba nada, solamente miraba la espalda de mi padre y su tozudez. En Pasto, aunque llegamos cansados, la noche fue fácil porque dormimos en la casa de mi tía Marina Moncayo. Lo difícil vino al día siguiente cuando empezamos a caminar por las calles de Pasto para salir en dirección a Chachahui. Extendimos una pancarta que pedía acuerdo humanitario y que taponaba las calles de lado a lado. Los carros casi se nos venían encima queriendo atropellarnos, y por momentos creí que lo harían. Pero tuve la suerte de encontrarme con un policía amigo, por que yo había trabajado en la Secretaría de Tránsito, y le conté porque estaba allí. Él llamó a cinco compañeros más y ellos se encargaron de protegernos mientras salíamos de la ciudad”.

En las horas de la mañana, antes de salir, el profesor tuvo la suerte de ser recibido por el Gobernador de Nariño a quien le contó de su proyecto. El Gobernador lo escuchó con estoicismo y le deseó suerte, pero el obispo de la ciudad, que estaba presente en la reunión, lo trato de loco y le pidió que mejor se buscara un siquiatra. Además le dijo, que una sola golondrina no hacía verano; por lo que el profesor le respondió que una sola gota de agua no hace el mar, pero ¿qué sería del mar sin esa gota de agua?

Ni los niños abandonaron al

Ni los niños abandonaron al «profe» Moncayo.

Chachahui es el mismo lugar donde está el aeropuerto Antonio Nariño, que le presta sus servicios a Pasto. En carro, la distancia entre este municipio y la capital nariñense es de cuarenta minutos aproximadamente, y cuando llegaron allí, después de caminar por el borde de una carretera angosta, llena de curvas y peligrosa, ya era de noche. No tenían ni un peso y no habían comido nada desde el desayuno, pero tuvieron la suerte de que un amigo del profe que estaba en una tienda tomando cerveza, les prestara diez mil pesos para comprar galletas y gaseosa.

Cuando retomaron la ruta Yury pensó que solamente eran dos tontos caminando por entre una oscuridad que los hacía tropezar con todo. El mejor alivio se lo daban los carros que por minutos, con sus farolas les mostraban que no estaban perdidos. La única esperanza para no temer que dormir a la intemperie y bajo una temperatura, que en la madrugada podía alcanzar los tres grados bajo cero, estaba en llegar al restaurante El Tablón, un parador muy famoso al borde de la vía.

Atrás, habían quedado la esposa del profesor Nora Elena, también docente; sus hijas Laura Valentina de 3 años y Maria Stella. Adelante, en Popayán, estaba Karol quien junto con su esposo Diego trabaja en la instalación de redes de computador , y en las selvas, pudriéndose, dentro de una jaula como para gallinas, y desde cuando tenía 19 años, Pablo Emilio, el joven cabo de la policía.

Durante muchas horas dejaron de hablar porque todo estaba dicho y solamente había que caminar. Sin embargo fue Yury quien rompió el silencio y con voz tímida se atrevió a decir: “Papá tengo miedo”, él se volteó y, en medio del frío la abrazó, diciéndole que mientras estuviera con él no le pasaría nada. Después de un beso en la frente, la tomó de la mano y siguieron adelanten con la esperanza del Tablón. A Yury los pies le dolían demasiado pero no se atrevió a decir más. El parador no aparecía por parte alguna, el hambre despertaba de nuevo y la madrugada los empezaba a amenazar porque era casi la media noche.


La marcha fue creciendo.

Esta vez el país de manera más precisa se enteró de su existencia. Después llegaron otros medios de comunicación como RCN Radio y Caracol, que los entrevistaban y hablaban de ellos, pero que no daban agua, ni nada que comer. La sorpresa grande se les vino encima en el Patía, un pueblo lleno de negros generosos. A su llegada los esperaba una gran manifestación de hombres, mujeres y niños desnudos, pero felices de recibirlos. Tenían pancartas improvisadas en cartulinas, aplausos para renovarles las esperanzas y comida para ofrecerles. Esa gente nos “hincho el corazón de alegría” – dice Yury Tatiana -. “Ahí pensamos que quizá nuestra marcha no iba a ser inútil”.

Al día siguiente, después de salir del Patía, se les unió el primero de los treinta y cinco acompañantes que llegaron con ellos a Bogotá. Se llama Yoirde Ojeda, y venía buscándolos desde Villavicencio. Vestía una camiseta en la que pedía por la liberación de Alan Jara ex gobernador del Meta, también secuestrado. Felices lo saludaron con un abrazo, porque si dos eran fuerza, tres parecían una multitud. Además, kilómetros adelante les llegó la policía de carretera y una ambulancia para acompañarlos y brindarles seguridad. A estas alturas ya había más atención hacia ellos: algunos carros los reconocían y les pitaban, y voces solidarias los saludaban desde las ventanillas. Todo esto les renovó las fuerzas y les anestesió los pies.

Y nos unimos a la marcha.

Después de unas jornadas más llegaron a Popayán. Aquí el grupo ya era de cinco caminantes, todos familiares de secuestrados o desaparecidos. A la entrada de la ciudad los esperaba una gran manifestación, no tan sentida como la del Patía, pero si muy importante porque la encabezaba el Alcalde de la ciudad y el Gobernador del departamento, así como una enorme cantidad de banderas blancas. Fue además esta la primera ciudad que les brindó, por cuenta de las autoridades, hospedaje en un hotel y alimentación, así como los primeros auxilios con chequeos médicos.

Al día siguiente Popayán los despidió como los recibió. Un gran número de habitantes los acompañó unos kilómetros más, pero todos se fueron quedando, para regresar a su trabajo y hogares, hasta que solamente los caminantes continuaron la marcha, con algunos espontáneos que se les unían, por trechos no muy largos. Los ingresos y salidas a las ciudades se convirtieron en una copia de esta: una multitud recibiéndolos, apoyándolos y brindándoles lo mejor que tenían para dar: solidaridad; y al día siguiente, la misma multitud acompañándolos por unos pocos kilómetros. Luego los espontáneos que caminaban un poco con ellos, o les salían al encuentro con todo tipo de regalos y agasajos. El Profesor hasta se convirtió casi en un Jesús milagroso, una señora tuvo la osadía de salirle al paso para que fuera a visitar su casa porque su hijo estaba enfermo y ella creía que el podía sanarlo.

A estas alturas ya los había alcanzado Hernán Chávez con su pequeña moto. Los venía persiguiendo desde Pasto para unirse a la caravana. Su llegada fue de gran ayuda porque la moto resultó un excelente apoyo para ir en busca de provisiones. Cuando era necesario podía adelantarse o devolverse. Llevar a alguno de los caminantes, sobre todo a las mujeres a buscar un baño. Frente a todos Moncayo parecía indomable. Nunca subió a un carro, y parecía no tener cansancio ni necesidades fisiológicas. Para entonces los pasajeros de los automóviles y quienes ocupaban las flotas fueron sus grandes admiradores. Les gritaban arengas de apoyo y los niños de las escuelas empezaron a salir junto con sus maestros para conocer al profesor y darle la mano. Muchos fotógrafos de celular aparecieron y miles de personas queriendo posar con él. Cientos de letreros se fueron cruzando en la marcha de los caminantes. Algunos poéticos y hermosos, otros simplemente de apoyo.

En los límites de los departamentos de Valle y Cauca una policía de carretera, le entregó a la siguiente, con jurisdicción en su departamento, la marcha-. En Cali, la multitud fue inmensa. Allí se unieron el resto de acompañantes que habrían de llegar hasta Bogotá. Por el tamaño del grupo, para evitar ser infiltrados por avivatos, que ya empezaban a pedir ayudas en nombre de los caminantes, se colocaron unas escarapelas hechas con cartulina y se organizaron varios comités: el de firmas para continuar con la recolección; el de deshidratación, encargado de conseguir aguas y bebidas. El de aseo. El de equipajes y el comité de seguridad que, a pesar de estar protegidos por la policía, debía trabajar en el ingreso a las ciudades.

Durante el descenso de La Línea un segundo equipo de Ver bien Magazín se unió a la marcha y fue testigo de su ingreso en Cajamarca, donde diez kilómetros antes, mucha gente los esperaba y los aplaudía a rabiar. Esa noche hubo misa en la iglesia y durmieron en un albergue acondicionado por la alcaldía. Al día siguiente, Moncayo visitó los colegios y habló de su drama y del de los familiares de los secuestrados. Al medio día salió hacia Ibagué con los pies lastimados pero seguro de tener otro recibimiento apoteósico como en efecto ocurrió.

Para Moncayo, el drama no era ya de soledad sino de pies. Estaban demasiado lastimados y no había dinero parta comprar unos tenis adecuados. Pero entonces apareció la solidaridad de los colombianos. Desde Bogotá, en la cuenta de su esposa, averiguada a tiempo por un espontáneo, le fueron consignados doscientos mil pesos para unos tenis de mejor calidad, que el mismo profesor compró en un almacén de esa ciudad. En Girardot otro espontáneo le hizo llegar hasta el hotel donde se hospedaban, unos tenis más cómodos, y fueron los mismos que el maestro utilizo hasta Bogotá, sin abandonarlos en ningún momento. Ante la falta de recursos, para comprar liquido y evitar la deshidratación, laboratorios Baxter, por solicitud de un colaborador les obsequió más de mil bolsas de Hidraplus, pues hasta ese momento la marcha era un éxito, pero los fondos económicos muy escasos, y las ayudas espontáneas como éstas, resultaron muy oportunas.

En Soacha el recibimiento fue multitudinario a lo largo de la autopista Sur. Hacia las once de la noche mientras el profesor hablaba con las agremiaciones y autoridades del pueblo, su hija Karol arreglaba los últimos detalles de la etapa final entre Soacha y la Plaza de Bolívar. Se definió la ruta y se acordó la instalación de unas carpas en la Plaza de Bolívar, donde este caminante tuvo su encuentro definitivo con el Presidente Álvaro Uribe, y donde permanecerá hasta una fecha que ni él mismo conoce, todo por la libertad, no solo del cabo Pablo Emilio Moncayo, sino de todos los secuestrados que existen en Colombia, conmoviendo a todo el país, arrastrando multitudes de gente, despertando un sentimiento de solidaridad pocas veces visto, y demostrándole al obispo de Pasto que estaba equivocado, pues una sola golondrina si hace verano.

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