Guerra con el Perú: dos protagonistas recuerdan lo que pasó

El 1° de septiembre de 1932, un grupo de peruanos se tomó la ciudad de Leticia, e izó la bandera de ese país, creando un conflicto para el que Colombia no estaba preparada militarmente. Hace algunos años, por trajines del oficio, nuestro directo se encontró con dos veteranos que  le narraron sus experiencias.

…Los invasores peruanos entraron en Le­ticia a las cinco de la mañana, amedrentando a la ciudadanía y apresando a las autorida­des, encabezadas por el intendente Villamil Fajardo. Los peruanos estaban apoyados por algunos militares que se disfrazaron de paisanos. En su mayoría eran obreros de la casa Arana y de la hacienda La Victoria. La invasión fue planeada unos días antes, du­rante una fiesta, por los señores Julio César Arana (propietario de la explotación de caucho), por Constantino Vigil, propietario de La Victoria y senador peruano. Ellos, por los intereses que tenían en la zona, no apoyaban el tratado Lozano-Salomón, que desde 1930 definía los límites entre Co­lombia y el Perú.

‘No teníamos armas con qué pelear, ni cómo legar a Leticia, por eso el Gobierno, al comienzo •ornó todo como un problema de policía de ‘renteras», dice el general (r) Hernán Mora Angueira.

No había cómo llegar a Leticia

El hoy general en retiro, Hernán Mora Angueira, hacía parte de un batallón co­lombiano que se encontraba cerca de Leticia cuando ocurrió la invasión, y por esta razón conoció de cerca los motivos de la toma.

«Todo se fraguó entre los señores Ara­na y Vigil, dice, porque al primero le preo­cupaba que gran parte del caucho que es­taba sin explotar, quedara a éste lado de la frontera. Si a ello le agregamos que la casa Arana había perdido gran parte de su in­fluencia, porque los holandeses ya lo cul­tivaban en forma más tecnificada en las islas de Borneo y Sumatra, mientras ellos lo ha­cían localizándolo al azar en la selva, vemos que no les faltaban razones. Al segundo le preocupaba que parte de la tierra que había anexado a su hacienda, corriendo mojones y sembrando caña, quedaba en territorio co­lombiano.

El gobierno del presidente Olaya Herre­ra, en un comienzo no tomó el hecho como un acto de guerra, sino como un acto de policía de frontera, ya que no había por dónde llegar a la zona y porque el país no tenía fuerza de aviación ni de marina y el poco ejército estaba mal armado».

El gobierno de Colombia envió a Ginebra a sus representantes Luis Cano y Eduardo Santos, para que ellos ante la Sociedad de las Naciones (organismo internacional an­terior a la ONU) hicieran la reclamación. La insistencia de los peruanos por conservar el territorio invadido, hizo que en Colombia saliera a flote un sentimiento patriótico, y a nivel nacional, se organizaron grandes manifestaciones y cruzadas cívicas para colectar fondos y apoyar al gobierno en su afán por adquirir armamento. Las mujeres fueron las más entusiastas, y encabezadas por la primera dama, doña María Teresa de Olaya, donaron sus joyas y hasta las argollas de matrimonio.

Una travesía infernal

«En esa época, estando en Bogotá, el coronel retirado Daniel Amórtegui, quien por entonces era subteniente, recibió órdenes de trasladarse a Barranquilla para hacer parte de la expedición que a las órdenes del ge­neral Efraín Rojas, debía viajar al sur a de­salojar a los peruanos. «La preparación del ejército duró tres meses aproximadamente -dice el coronel Amórtegui-. Los únicos buques que tenía Colombia, pertenecían a la flotilla del Magdalena, y debían ser rea-condicionados, para que por mar, bordeando el Cabo de la Vela, las costas de Venezuela y las Guyanas, llegaran a Belén del Para, en la desembocadura del río Amazonas, donde se reunirían con otros buques que t Europa traía el general Vázquez Cobo

«La travesía que hicimos para llegar a Belén del Para, no la vuelvo a repetir ni por todo el dinero del mundo», dice el coronel (r) Daniel Amórtegui.

En el buque Boyacá (el más grande de todos, recientemente comprado a los Estados Unidos) se transportó el grueso tropa. Los otros eran el Bogotá, el Pie: y el Barranquilla, que fueron acondicionados como cañoneros.

De Puerto Colombia salimos el 3 diciembre, y en un viaje, que no ve -repetir por ningún dinero del mundo tocó hacer parte de la tripulación  de barranquilla. Un buque pequeño que no -5 las embestidas del océano, y que por las averías que sufrió, a los pocos días de zarpar, tuvo que refugiarse en Curazao: permanecimos durante cuatro días haciendo reparaciones, mientras el resto de pedición seguía adelante. Después  zarpar, nuevamente empezó a hacer (inundarse), y esta vez, con nuevos ü fuimos a parar a Trinidad, a donde I el 23 de diciembre, a las dos de la mañana a punto de hundirnos porque sólo faltaba que un pie de agua entrara para que el barco se fuera a pique. Allí, después de permanecer ocho días, porque nadie trabajaba fiestas de Pascua, le colocamos bombas de achique a los motores, para que a medida que fuéramos navegando, el agua que entrara en el buque fuera nuevamente arrojada al mar. Muchas veces debíamos ayudar a sacar agua empleando baldes. Finalmente después de 31 días de viaje logramos a Belén de Para, donde nos reunimos resto de la expedición.

Los cuatro barcos que salieron de barranquilla, junto con los que trajo el general Vázquez Cobo, de Europa, forma-primera flota marina que tuvo el país»

La aviación colombiana también tuvo origen durante el conflicto y el prime mandante de la escuadrilla de seis a. que fueron comprados, fue el capitán Erbert Boy, quien era jefe de pilotos de la naciente  empresa Scatda y había combatido  la Primera Guerra Mundial.

La batalla de Guepí, una de las más duras

Al contrario del coronel Amórtegj, división de la que hacía parte el cr Mora, sí tuyo que intervenir en varios combates. «Estuve en la batalla de Laguyano, en la de los Santos y en la de Guepí que fue la más dura. En Guepí era donde más fortificados estaban los peruanos.

Batalla de Guepí

El sábado 25 de marzo de 1933, toma­mos la decisión de atacarlos al día siguiente, para tomarlos por sorpresa, pues ellos tenían la creencia de que los colombianos tomá­bamos trago los sábados y por lo tanto los domingos estábamos enguayabados. Re­cuerdo que entre el coronel Boy, jefe de la aviación, y el coronel Rico, comandante de la división, hubo una discrepancia, porque mientras el primero sostenía que debíamos avisarle al enemigo de nuestro ataque, el segundo decía que era mejor tomarlos por sorpresa. Finalmente, el coronel Rico, res­ponsable de la acción se impuso.

A las siete y cuarenta y cinco minutos de la mañana, recibimos la orden de avanzar. Una hora después el comandante Solano dio la orden de abrir fuego. La batalla era intensa pero lográbamos avanzar poco a poco. Cada vez que dábamos en un blanco, la tripulación del barco lanzaba grandes exclamaciones de júbilo. A las once y cuarenta y cinco avan­zamos a toda máquina rompiendo el fuego, hasta cuando sentimos que el casco del barco encallaba al pie de una loma. Todo quedó en silencio, el sargento Néstor Ospina y otros soldados clavaron el tricolor co­lombiano en ese sitio en donde sólo había humo, armas, víveres abandonados y des­trucción».

Mercenarios sin paga

El general Vázquez Cobo que, por peti­ción del presidente de Colombia, recorrió varios muelles europeos comprando buques y contratando mercenarios que vinieran a pelear, llegó a la desembocadura del río Amazonas cuando prácticamente el con­flicto ya tocaba a su fin.

El general Vásquez Cobo

«Con la terminación de las hostilidades, el general Vázquez Cobo se vino para Bogotá a rendirle cuentas al gobierno, y yo, que había sido ascendido a capitán, tuve que quedarme a cargo del personal que él había traído -dice Mora Angueira. Después de dos meses, la situación se tornó apremiante porque la comida escaseaba, y como no aparecían los contratos por ninguna parte, yo no sabía cómo pagarle a los europeos, para que regresaran a los puertos de donde habían sido traídos. Finalmente, cuando ya no soportaba las protestas de los europeos, apareció un auditor del gobierno con che-quera en mano y a todos les pudimos pagar su salario. Muchos regresaron a sus países de origen, pero otros se quedaron en Co­lombia o en el Perú».

«Si se enteran de que busco la paz me tumban del poder»

A la muerte del presidente Sánchez Ce­rro, lo sucedió en el poder el mariscal Oscar Benavides, quien un par de años antes había sido colega, como diplomático del doctor Alfonso López Pumarejo, en Londres.

Alfonso López Pumarejo

Al asumir Benavides la presidencia, el doctor López le propuso al presidente Olaya Herrera que le permitiera viajar a Lima, donde él, aprovechando su amistad con Benavides, le propondría un alto al fuego. El presidente le respondió: «Vaya usted doctor López y haga lo que pueda, pero tenga presente que no lo puedo enviar en misión oficial, porque esta es una guerra que ha despertado a tal punto el espíritu nacional, que todo el mundo ha donado su dinero para las armas, y si se enteran que voy a negociar la paz, son capaces de tumbarme del po­der».

El doctor López llegó a Lima donde fue recibido por el presidente peruano, quien conocía muy bien la zona del conflicto, ya que en 1912 había derrotado a los colom­bianos en el combate de La Pedrera. Des­pués de conversar llegaron a la conclusión de que no valía la pena seguir peleando y resolvieron reunirse a negociar en Río de de Janeiro.

Como epílogo de todo, el doctor López y sus acompañantes, su hijo Fernando López Michelsen y el señor Emilio Toro, por poco no regresan con vida a Bogotá, ya que a los pocos minutos de despegar de Lima el avión donde viajaban perdió una hélice y cayó al mar no muy lejos de la costa. Afortuna­damente no sufrieron consecuencias y rá­pidamente fueron rescatados.

Sobre Gilberto Castillo

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