El sabor de la emancipación

Desde antes de la Independencia el país olía a guayaba, pero también a frutas, carbón de palo y chicharrón. Luego llegó el café para completar, de postre, un delicioso y variado menú que poco a poco se ha ido independizando de la cocina internacional.

La plaza esta llena pie de la disputa del Florero abrio las puertas de la independencia


Al teólogo y naturalista norteamericano Isaac F. Holton, que visitó la Nueva Granada a mediados del siglo XIX, le sirvieron el domingo un tamal en el almuerzo. Sorprendido ante aquel envoltorio de hoja de plátano, el erudito parecía estar al frente de algún misterioso descubrimiento botánico. En el relato sobre esa aventura gastronómica describió, casi científicamente, los pasos que hay que dar antes de engullirlo: “primero hay que abrirlo con el tenedor o con las manos y descubrir, no la mezcla, sino la yuxtaposición de elementos tan heterogéneos como los que se encuentran en el buche de un pavo al rasgarlo con el cuchillo de trinchar”, advirtió.

Pero la verdadera revelación de aquel hombre de ciencia es quizá la exuberancia de la gastronomía criolla. Una prueba que míster Holton no pudo comprobar por la sencilla razón de que fue realizada en 1789, es la recepción que José María Lozano, hijo del Marqués de San Jorge, y Antonio Nariño, futuro prócer de la independencia, le brindaron al recién llegado virrey José de Ezpeleta. La factura de la cena decía que se gastó lo siguiente: “tres tercios de cacao, 10 arrobas de garbanzos, 20 docenas de chorizos, 32 libras de salchicha, 50 jamones, 72 lenguas saladas y curadas, un porrón de pasas, 7 botijas de vino blanco, 6 botijuelas de aceite, 6 botijas de vino tinto, 4 arrobas de queso, 12 quesos de Flandes, 1 y media arrobas de avellanas, 2 arrobas de almendras, 10 tocinos, dos terneras, 30 millares de cacao, 24 pollas engordadas con leche, talcos finos y felpillas con que se guarnecieron y adornaron los platos montados que se pusieron en la mesa, más gastos de cocineros, matadores, pólvora y otros detalles que sumaron 4.466 pesos”.

Muchos de esos ingredientes saben a herencia de España. Otros se fueron formando de los lejanos recuerdos indígenas. Existe una descripción de los vendedores que llegaron a la plaza de mercado el 20 de julio de 1810, pocas horas antes de que estallara el florero de Llorente: “Llevan los jamelgos a pastar a los potreros vecinos, o los amarran en las columnas y vigas de viejas casonas y pulperías donde toman caldo de gallina, chicha y guarapo desde el amanecer. Se levantan los primeros toldos de lona, y en las varas que los sostienen, hay carne, velas de sebo y longaniza, también se ve subir el humillo de los fogones, formado con piedras y atizado con chamiza; a medida que avanza la mañana cruzan tufaradas de fritanga bogotana: chicharrón, pasteles mantecosos, rellenas, papa criolla y maíz totiao. Las manos regordetas de las verduleras no dan abasto, a tiempo que regatean, distribuyen ajiacos ahumados y sueltan palabrotas”.

Los hábitos alimenticios de la independencia reflejaban a una sociedad emancipada, pero desigual. “Las mesas de la nobleza generalmente eran abundantes en elaborados platos donde predominaban las carnes, las frutas, postres y vino, mientras que las mesas pobres se conformaban con sopas, queso, ajo y legumbres con alguna carne barata”, asegura la experta Cecilia Restrepo Manrique. Y, tal como sucede 200 años después, los platos del estrato bajo eran más económicos. Al ‘corrientazo’ de la época se le conocía como ‘comida de indios’.

El sabor de la colonia se extendió por mucho tiempo. Durante el siglo XIX y hasta comienzos del XX, en el altiplano se tomaba el ‘chocolate de la despedida’, a la catalana, es decir servido en taza pequeña, muy espeso, y adicionado con azúcar bien blanco, canela, clavos, vainilla o nuez moscada. Y la gente prefería la cocina auténtica. En 1810, por ejemplo, se registró un gran levantamiento de los compradores cuando el panadero francés Lambert compró y utilizó la maquina para amasar: los clientes sólo querían pan amasado por las manos humanas.

Y es que, en materia gastronómica, la sensibilidad siempre está servida sobre la mesa. Hace unas semanas no más, la Alta Consejería para la Celebración del Bicentenario organizó un banquete en Santa Marta, ciudad donde murió Simón Bolívar, con la hipótesis de lo que serviría el anfitrión de la Quinta de San Pedro Alejandrino. El menú estaba compuesto por mosaico de fritos, gallina en leche de coco, salmón en salsa asturiana y flores de mango con salsa de zapote.

La polémica estalló porque, según el chef e historiador samario Rafael Padilla, Bolívar nunca probó el mango, sencillamente porque no había en Colombia.

Tal vez en lo único en que los gastrónomos –y la mayoría de comensales– están de acuerdo es que los postres son muy ricos. Y en el naciente país la variedad es absurda. No más en la Bogotá de comienzos del siglo XX eran famosas las botillerías, en donde se compraban dulces, alfajores, cotudos, panelitas de leche y obleas. Los postres inolvidables ya son especies en vía de extinción: panuchas, orejas de fraile y cuajada.

Y como el nuevo país debía modernizarse, poco a poco fue llegando la comida internacional. En 1849, por ejemplo, llegó el primer sándwich a Bogotá. Tenía, según quienes pudieron probarlo, “pan de trigo y queso de Flandes”. Pocos años después se abrió una pastelería francesa en Bogotá, la de un francés llamado M. Violet, que fabricaba además pastas italianas, macarrones, fideos y tallarines.

La bebida autóctona por excelencia, el café, también llegó como forastera. Según el padre Jose Gumilla, en su libro El Orinoco Ilustrado, la planta fue sembrada en Santa Teresa de Tabage, población fundada por los jesuitas entre el río Meta y el Orinoco. Las semillas fueron llevadas a Popayán, y se plantaron en un monasterio local. Es que, al parecer, Dios tenía predestinado al país como paraíso cafetero, y para ello no necesitó de milagros sino del ingenio de sus ministros acá en la tierra: se dice que un sacerdote de nombre Francisco Romero imponía a los peregrinos pecadores la penitencia de sembrar una planta de café.

Otra bebida de poderoso desarrollo llegó en la misma época, pero patrocinada por el dios del comercio. Se trata de la cerveza, que se produjo por primera vez de forma artesanal en 1842, de la mano de Francisco Stevel. Se ha fijado a 1887 como el año del origen de la industria cervecera moderna colombiana, cuando el inmigrante danés Christian Peter Clausen fundó, en Floridablanca (Santander), la Cervecería La Esperanza. Sus marcas más conocidas son Sol y Clausen Pilsen. En realidad, entre 1850 y 1900 había registradas más de cien cervecerías artesanales que crecían en casi todas las regiones del país al lado de fábricas caseras de bebidas típicas  como la chicha y el guarapo. Pero quizás la fecha histórica sea el 4 de abril de 1889, día en que la Sociedad Kopp y Costelló compró el primer lote donde se construirá una nueva cervecería, y Leo, Jacob y Ludwig Koop fundan en Bogotá la sociedad Bavaria Kopp´s Deutsche Brauerei o, en castellano, Bavaria Gran Fábrica de Cerveza Alemana.

Luego, en 1904, otro hecho para brindar: la creación de la sociedad Posada Tobón y su primera planta de producción de gaseosas en Antioquia.

Ambas bebidas se convierten en el desarrollo del país, hasta el punto de que, en 1911, y en conmemoración del primer centenario (1810-1910) de la Independencia, Bavaria produce la cerveza blanca ‘La Pola’ –en honor de la heroína Policarpa Salavarrieta¬–, dirigida a las clases obreras.

Hoy, pola es todavía sinónimo de cerveza, y Bavaria –adquirida por la multinacional Sab-Miller–, la mayor cervecería del país y una dde las más grandes del continente. A su lado, un nuevo boom de cervecerías artesanales ha crecido también. Empezó en 1992 con la Cervecería De la Casa, que produce cervezas tipo Ale cuyas marcas son ‘Cerveza De la Casa Blanca, Negra y Roja’. La última que se ha fundado es Inducerv Ltda., creada este año por Juan Camilo Salazar Pineda en Sabaneta, Antioquia.

Y es que, poco a poco, Colombia ha ido buscando su propia identidad culinaria. En la última década se ha desarrollado una nueva cultura de la cocina, que ha promovido nuevos y brillantes chef e impulsadores de novedosos restaurantes. La cosa empezó a comienzos de los años 80 del siglo pasado, a la cabeza del chef Segundo Cabezas, que se trajo de Francia la idea de que la cocina no era sólo para mujeres.

Después de él hay toda una generación que trabaja día a día como si fuera para la independencia, y que contiene nombres que van desde la cartagenera Leonor Espinosa –la más renombrada de las cocineras actuales– hasta el bumangués William López Flórez –que fue escogido en el 2008 como el mejor chef profesional de Colombia al cocinar un timbal de gallina con tilsit ahumado y almendras en salsa de limonaria–. Y quien, seguramente, de vez en cuando se engulle un tamal capaz de satisfacer a cualquier despistado científico.

Sobre German Hernadez

Un comentario

  1. ALBERTO HUGO SOTO HURTADO

    Policarpo Salabarrieta no defendió la cerveza, defendió y le dio valor a la chica, ella aprendió a fermentarla para enviarle a las tropas criollas con el fin de infundirles valor, es una utilización vil con la cerveza a su nombre, la chicha y el guarapo ayudaron a liberarnos de España, y desde hace muchos años, el estado a tratado de hacerlo desaparecer a través de perseguirlo, prohibirlo, desconociendo que es una bebida ancestral y natural y que aporto enormemente en la historia del país…

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