El lánguido final del Partido Liberal

Por: Pedro Medellin

Ni siquiera los congresistas de ese partido, que contaban con Presidente del Congreso copartidario, entendieron que tenían en sus manos el presente y el futuro de la negociación con las FARC.

El Partido Liberal ya no parece tener salvación. Ni siquiera la fuerte dosis de poder político que le inyectó Santos en sus dos mandatos, le ha servido para levantar cabeza. O por lo menos, volver a ser un actor político de relevancia. Pero nada. Los liberales podrán quejarse de muchas cosas, pero no pueden negar que el Presidente Santos, además de entregar una buena cuota burocrática, puso en sus manos el manejo del más importante activo del gobierno, el proceso de paz con las FARC.

Desde el inicio de la fase pública de la negociación, puso al liberalismo al frente del proceso. Nombró a Humberto de La Calle como jefe del equipo negociador. Luego, le entregó a Rafael Pardo el manejo de la implementación de los acuerdos, al designarlo Alto Consejero Presidencial para el Postconflicto. Y para dirigir la campaña del SI en el plebiscito para refrendar el Acuerdo, llamó a César Gaviria. Además, al frente de las dos carteras ministeriales claves para sostenibilidad a la negociación con las FARC, estaban dos liberales. Juan F. Cristo en Interior, responsable del trámite de los acuerdos en el Congreso; y Simón Gaviria en Planeación Nacional, encargado de asignar los recursos de inversión para el postconflicto.

Con razón los demás partidos miembros de la Unidad Nacional, se quejaban de las ventajas y el poder que le había dado Presidente Santos ¿Qué más poder podía pedir el Partido Liberal?

Sin embargo, ninguno de los liberales supo entender semejante oportunidad. Ni la posibilidad de conducir un proceso que podía renovar el desvencijado régimen presidencial, ni mucho menos los beneficios electorales que le podía reportar el haber logrado la paz con las FARC. Lejos de aprovechar la coyuntura y fortalecer el Partido en el plano político-ideológico y en la organización territorial, los liberales se fueron hundiendo en discusiones sin importancia. Mientras los elegidos por Santos se elevaban al Olimpo, los terrenales siguieron absorbidos por la misma dinámica de repartición burocrática y politiquería clientelista que los ha devorado en los últimos 25 años.

De la Calle nunca pudo imponer una línea de trabajo ni un ideario en la negociación, que le diera un nuevo aire al ya resquebrajado régimen presidencial. Al contrario, en muchas ocasiones se le vio desbordado por la negociación y a expensas del poder negociador de las FARC. Incluso, en algún momento, llegó a convertirse en tal obstáculo para el proceso, que hubo necesidad de llegar a acuerdos con los jefes guerrilleros hechos a sus espaldas. Y cuando salió a defender el acuerdo firmado, como “el mejor acuerdo posible”, entregó todo el capital político que había podido acumular.

Por su parte, Rafael Pardo nunca asumió el liderazgo de la implementación. Pese al tiempo que tuvo para preparar el terreno en que debían aterrizar los acuerdos, nunca logró estructurar (o por lo menos transmitir) una idea clara de lo que se quería. Mucho menos el modelo de intervención que le permitiera al gobierno comenzar a hacer realidad lo acordado con las FARC.

A falta de una línea clara de acción en el territorio, cada entidad del orden nacional decidió sus propios programas y proyectos, sin contar con los gobernadores y alcaldes. Unas veces siguiendo las orientaciones que daba el Consejero de Paz y otras las declaraciones que ocasionalmente daba el Presidente Santos.

Fue tan lánguida la actuación de los liberales, que el país nunca llegó a saber, o siquiera a sospechar, que el presente y futuro de la paz estaba (o estuvo) en manos del Partido Liberal. Ni siquiera los congresistas de ese partido, que contaban con Presidente del Congreso copartidario, entendieron que tenían en sus manos el presente y el futuro de la negociación con las FARC. Y, mucho menos, que habían podido ser bastiones claves para ayudar a Pardo en el territorio o a De la Calle en la mesa de la Habana.

Con semejante incapacidad para entender la coyuntura política, la debacle era inminente. Y llegó con la victoria del NO en el plebiscito que debía refrendar los acuerdos.

La derrota del SI, fue, además de un golpe para Santos, una derrota del Partido Liberal. Comenzando por César Gaviria a quien Santos había designado como el gran conductor de la campaña del SI y la estrategia del gobierno. Todo el poder burocrático y político no le alcanzó para evitar la derrota en los principales bastiones electorales que podía tener el gobierno para sacar adelante el plebiscito: el poder de Gaviria en Risaralda y De la Calle en Caldas, Pardo en Bogotá y Cristo en el Norte de Santander.

De allí en adelante el partido se ha ido cayendo a pedazos. Sin relevancia política ni ideológica. Cada quien buscando camino para sobrevivir en unas elecciones que, desde el plebiscito, se sabe que van a ser muy duras. En medio de la puja de unos sectores por pactar con Vargas Lleras, y de otros por un candidato de consenso con los miembros de la Unidad Nacional, la Marcha Patriótica y el nuevo partido de las FARC, el futuro del Partido Liberal se desvanece de manera acelerada.

Sin ideario político, ni ideas clara de país, y sin bases territoriales que le den el soporte que en el pasado lo sostuvo, al Partido Liberal no le queda otro destino que sobrevivir como una denominación en torno de la cual coinciden unas pequeñas microempresas electorales que permitirán algunas curules en el Congreso, las Asambleas departamentales y los consejo municipales. Es el más triste final que se podía imaginar. Como las corridas de toros, que nunca volverán a lo que un día llegaron a ser.

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