El hombre que narra con caché

William Vinasco reinventó el oficio de la narración futbolística y uno de los momentos más poderosos del fútbol colombiano, el 1-1 con Alemania, tiene su sello. Es dueño de un pequeño conglomerado de emisoras que compite en rating (y gana) contra Caracol y RCN. Ha hecho su fortuna con su voz y con un extraño talento para los negocios: fue taxista, vendedor de quesos y hasta dueño de una lavandería. Esta es su historia, según la narra para la revista Donjuan la periodista Marta Orrantia.

Vinasco Ch. y su hija. (Fotografía: Sebastián Jaramillo)

Vinasco Ch. y su hija. (Fotografía: Sebastián Jaramillo)

Muchos se quejan. Se quejan de sus frases, de su estilo y de lo que representa. Pero sus dichos son copiados en todo el país. El locutor deportivo convertido en magnate de emisoras, dueño de lo que promete ser una cadena de restaurantes y golfista consagrado, me recibe una tarde en su oficina desde donde transmiten las emisoras Vibra y Candela, en el occidente de Bogotá. Lleva un traje gris humo, una camisa de rayas y una corbata rosa pálido con pintas azules. Sobre el escritorio de madera oscura hay una pequeña pila de papeles que asumo que son cosas pendientes, y del otro lado una agenda de cuero con el filo de las hojas dorado, que abre sólo para programar una segunda cita y que, veo, tiene muchos espacios en blanco.

A sus 58 años, Vinasco se ha ganado el privilegio de disponer de su tiempo como le plazca. Me dice que dos días después irá a Expo Shanghái y que acaba de llegar de Curaçao, de la convención de la empresa. Pero entre semana se levanta a las cuatro de la mañana, llega a la emisora, transmite su programa matutino y a eso de las diez empieza a hacer llamadas, a resolver asuntos pendientes y a planear reuniones. «Tengo unos papelitos al lado de la cama para anotar lo que se me va ocurriendo durante la noche, al día siguiente se los doy a mi secretaria para que los organice». Dos o tres veces  a la semana almuerza con alguien, un cliente, un potencial entrevistado, un amigo importante.

Llega a las nueve o diez de trabajar y empieza a leer prensa de todo el mundo más o menos hasta la una de la madrugada, cuando apila sus papelitos y se prepara para un sueño intermitente. «Desde niño necesito pocas horas de sueño. Siempre ha sido así. No duermo. Debe ser porque soy acelerado». A mí no me lo parece. Habla con ritmo pausado, no salta de una cosa a otra y tiene una magnífica memoria. Karen, su hija mayor, es el amor de su vida, y buena parte del tiempo en la emisora lo gasta hablando con ella por Internet o por celular. «Ella se fue a Barcelona, pero sigue manejando las cosas de la emisora desde allá. Está encargada de la programación y buscamos momentos para encontrarnos en cualquier parte del mundo. Mi viaje a China también es con ella». Dos fotos enormes (una en blanco y negro donde sale Karen adolescente y una en colores, donde está con audífonos puestos) me dicen que su relación con ella va mucho más allá. Siento -aunque no me lo dice- que es su mejor amiga, su cómplice.

«Ella venía desde los tres años a la emisora. Estudió derecho, como yo, y también heredó de mí la afición por el estudio. Ahora hace un máster en literatura. Incluso antes de casarse con ‘Pachín’ (Francisco Cardona, director de Radioactiva), me decía que no sabía si iba a conseguir un novio, si se iba a casar algún día, porque ella necesitaba que su pareja entendiera su pasión por el estudio».

Los fines de semana son para los demás miembros de su familia. Para su esposa Alma y «los niños», como llama a sus dos hijos adolescentes, William y Brian. Golf en las mañanas con el mayor, almuerzo en restaurantes, cena familiar. Todas las actividades de un papá devoto, probablemente algo que aprendió en su casa.

William es el segundo de seis hermanos y fue el primero de su familia en nacer en Bogotá. Sus padres, Jorge Vinasco y Tulia Chamorro (de dónde salió la Ch. que convirtió en marca), llegaron de Cali en busca de un mejor futuro y mejor calidad de estudio para sus hijos. William estudiaba en el colegio de Nuestra Señora, donde compartía el amor por el básquetbol con la devoción católica. «Iba a ser cura. En esa época era común que uno de los hijos entrara al servicio de la Iglesia y yo era el juicioso de la casa. El padre Guillermo Agudelo Giraldo me llamó un día en medio de un partido de básquetbol y me preguntó qué había decidido, si quería entrar o no al seminario. Le dije que no, creo que más para poderme ir a jugar de nuevo que por otra cosa».

Esa tarde, cuando llegó donde sus papás, les dijo que estaba tranquilo con su decisión. Probablemente el más satisfecho fue Jorge, que quería que su hijo estudiara derecho como él, cosa que William empezó a hacer en la Universidad Libre. «Además me matriculé para estudiar diplomacia en la Tadeo, repartía mi tiempo entre las dos carreras y hacía mis primeros pinitos en la locución». Leía la epístola para los enfermos en la misa del domingo y la misa en la emisora Kennedy. Y el noticiero La opinión en radio Horizonte. Era locutor, operador y periodista.

Una vez, en La opinión, supo de un compañero al que le habían financiado un taxi. El «mecenas» había sido Rubén Valencia Cossio, que estaba en ese entonces en el INTRA. «Me fui a hablar con él y le expliqué que yo tenía que tener un carro para moverme de un trabajo a otro. Él me ayudó a financiar un taxi, un Dodge Dart modelo 72, que pagué a cuotas haciendo carreras. En esa época, mi mamá se había trasladado a vivir a Cali porque mi abuela María estaba mal de salud. Yo me iba los sábados a las siete de la noche a Velotax, en la Caracas con 17, y empezaba a preguntarle a la gente quién iba para Cali».

A continuación imita la voz de los taxistas cuando ofrecen su servicio, hablando rápido y sin tomar aire: «paracaliparacaliquienvaparacali». «Llegaba a Cali en la madrugada y estaba con mi mamá todo el día. Al final del domingo me paraba en la Plaza Caicedo y hacía lo mismo, pero para Bogotá».

Aunque su incursión en la radio fue muy temprano (a los 18 años era la voz oficial de Croydon y Coca-Cola), se volvió famoso por cuenta de Armando Plata Camacho, que se inventó el «récord mundial en locución». Según cuenta el mismo Plata en Ser alguien, su libro de memorias, la relación que tenía con su alumno William Vinasco era «ligeramente distante». Aun así, Plata lo invitó a su hazaña, que consistía en estar 72 horas al aire sin descanso. «A las seis de la mañana -escribe Plata- del viernes 18 de diciembre de 1974, en presencia de Juan Harvey Caicedo, se inició la competencia».

Fue noticia a tres columnas en El Tiempo, donde el periodista Germán Salgado describió los disfraces de los contendores como «capa azul y african look». Después de relatar sus propias escapadas, Plata cuenta las de su rival: «William se voló del estudio en una unidad móvil rumbo a Cuatro vientos, un conocido sector de Bogotá, donde venden fritanga […]. Doña Tulia de Vinasco le suplicó al aire que dejara esos impulsos, pero mi compañero, que ya mostraba los devastadores estragos del prolongado insomnio, se fue a jugar al tejo y a tomar cerveza en una cancha del barrio Restrepo.

El público terció a favor de Vinasco y protestó enérgicamente cuando anuncié que iba a ser descalificado por desobediente. En el último momento, William recapacitó, pidió perdón y regresó al estudio con una olla llena de tamales que le regaló una oyente».

Vinasco sólo sonríe al recordar el episodio y pasa rápidamente a otro tema donde se siente más cómodo: sus múltiples oficios, que incluyeron un periódico llamado El Pato, organizador de tunas y murgas intercolegiadas en una asociación que hubo entre CBS (el antecesor de Sony) y Todelar. «Era un negocio rentable. Traje a Julio Iglesias, a una artista muy elegante de la época llamada Betty Missiego, a Leo Dan, Elenita Vargas, Leonardo Favio».

Negociante y cambalachero, Vinasco no sólo se dedicó a la radio. En diferentes etapas de su vida vendió y compró cuanta cosa se le atravesó, pero no siempre con éxito. «Mi hermano me chocó un Renault 4 que tuve, y mis amigos, para ayudarme a repararlo, me dieron para vender unos quesos Pasco». Se fue de casa en casa en el norte a vender los quesos y «en ese negocio sí me fue mal. En el norte la gente no abre la puerta de su casa». Vendió cursos de inglés («sólo logré venderle uno a un tío») y también sándwiches de la Salsamentaria madrileña en la Feria Exposición. «Con lo que me gané con los sándwiches compré una máquina italiana de percloroetileno y monté un lavaseco, cerca de Unicentro, llamado Wilvin».

Por esa época empezó su trabajo con Álvaro Monroy Guzmán en radio Fantasía. «Ahí se me ocurrió que, en lugar de pagarme un sueldo, me diera cupos para yo vender publicidad, y me di cuenta de que no sólo ganaba más sino que tenía la posibilidad de conocer a los gerentes de varias empresas, que se convirtieron en mis amigos». Esos ingresos, sumados a un caballo que vendió, al lavaseco y al apartamento de la mamá, le dieron lo suficiente para realizar uno de los sueños de su vida: comprar una emisora. «Junto con Germán Tobón, el hijo del dueño de Todelar, compré Acuario Estéreo. Cada uno tenía el cincuenta por ciento».

La emisora funcionaba en la 57 con 19, en una casa alquilada. Acuario se convirtió en Vibra y lo que empezó como un negocio pequeño se volvió una red de emisoras independientes que compite -y gana- con los dos monstruos de Caracol y RCN.
«Candela está en primer lugar de rating, y Vibra en cuarto, lo cual es una hazaña viendo quiénes son nuestros rivales». El éxito, reconoce, es compartido. No sólo con su equipo, sino, por supuesto, con su hija Karen. Su casa, a primera vista me parece una de esas construcciones de los suburbios estadounidenses, más típica de una serie de televisión como Los Soprano que de un barrio del norte de Bogotá.

Cuenta con varios pisos y muchos metros cuadrados. Me habían contado que tenía una cancha de microfútbol con graderías incluidas. La cancha resultó ser una pequeña explanada a la que se accede subiendo una escalera. Rodeada de eucaliptos centenarios y cubierta de seto vivo, no me pareció una extravagancia sin objeto sino un lugar acogedor en el que un papá hace de árbitro en los partidos de sus hijos.

El resto de la casa se asemeja a la cancha: funcional, amplia, cómoda y pensada para su familia. Más que una mansión es una casona vieja llena de habitaciones, donde hay una mesa de billar (un juego que todos practican), un karaoke (válido para un narrador y una familia de artistas), dos comedores, habitaciones para cada uno de los hijos, un par de perreras donde alguna vez intentó criar labradores y otra pequeña extensión de tierra, de unos cuatro metros de largo, que sirvió como green de golf pero que ahora está inutilizada y seca, aguardando una remodelación.

Su esposa, Alma, con quien está casado hace 27 años, es una mujer atractiva, con cara y cuerpo de Barbie, de pelo castaño oscuro, que aparenta menos años de los que tiene. «Conocí a Alma una vez que fui a dar una conferencia sobre locución en la academia Arco. Yo iba con Ronald Ayazo, que daba una charla sobre puesta en escena. Al final, cuando todos habían hecho sus preguntas, la única que permanecía en silencio era Alma. No aguanté y, saliendo, le pregunté por qué la más linda había sido la más callada». Alma no supo qué contestar.

Había ido a la conferencia más interesada en el actor que en el comentarista deportivo a quien, por no saber nada de fútbol, ni siquiera conocía de nombre. «Más tarde buscó mis datos a través del director de la academia y me invitó a salir», dice Alma. Hasta ese entonces, Vinasco había dicho que nunca se iba a casar. Él era el novio eterno, el que «calentaba los sofás», porque creía que el matrimonio acababa con todo. Con Alma fue distinto.

«Nos casamos en Buenos Aires. Yo estudié comunicación allá en el 78 gracias a que gané una beca del gobierno argentino, y desde entonces me enamoré de la ciudad. Luego, por el fútbol, seguí viajando mucho allá. En uno de esos viajes iba en un avión con Adolfo Pérez y me dijo que él se había casado en Buenos Aires. Yo pensé, ¿por qué no? Y le pedí a Alma que lo hiciéramos. Lo decidimos en ocho días, nos casamos allá con poca gente, pero en un lugar mágico para mí».

Cuando le pregunto a Alma por Karen, cuya foto en blanco y negro también adorna una mesita lateral del estudio, me responde: «Nos llevamos bien. Karen tenía unos dos o tres años cuando conocí a William, y siempre ha vivido con nosotros. Somos buenas amigas y jamás ha habido rivalidad entre nosotras». Me sorprende un poco constatar que Karen no es hija de Alma, pero por su silencio comprendo que no quiere hablar del asunto y cambio de tema.

Durante todo el tiempo que he estado con la familia Vinasco, no puedo dejar de pensar en la frase que lo hizo famoso: «No me esperen en la casa», y les pregunto por qué un hombre aparentemente tan entregado a su familia dice semejante cosa. «El cuento empezó hace muchos años en un partido en Barranquilla. El partido se extendió, yo estaba narrando y me di cuenta de que no alcanzaba a tomar el avión de regreso a Bogotá. Para que mi esposa y mis hijos supieran, dije eso, no me esperen en la casa, y a la gente le gustó».

«Muchos piensan que soy una mujer sufrida», dice Alma entre risas, «pero la verdad es que la frase no tiene nada que ver con la realidad». Esa no es la única frase que ha hecho historia en el argot de Vinasco. «Cuando empecé a narrar fútbol en televisión me gustaba seguir el mismo ritmo de la radio. En esa época había una pantalla de televisión en el estudio, ubicada a unos dos metros de donde nos encontrábamos los comentaristas, y los reflectores del lugar le daban encima. Para rematar, la señal se caía cada rato y nos ponchaban, y no podían darse el lujo de apagar los reflectores, así que nos tocaba casi adivinar quién la tenía y a quién la pasaba. Yo, para no perder el ritmo, empecé a crear frases como ‘la bola va rodando y el tiempo va pasando’, que después se volvieron famosas, pero que en un comienzo eran puro relleno».

Al hablar de fútbol tiene un caudal inagotable de historias.

Todos han oído la narración del famoso 1-1 con Alemania en el Mundial de Italia 90, aquel gol de túnel de Rincón, el mejor que ha marcado la selección Colombia. El audio de la narración se ha convertido en un clásico. «No hay derecho, no lo merecíamos», dice cuando le meten un gol a Higuita, y luego de un corto período de lamentaciones, Vinasco grita, ya no como locutor sino como hincha, le da gracias a Dios y suelta una de sus frases más famosas: «¡…Un equipo calificado como discreto, qué golazo hermoso, pisando fuerte Rincón en el panorama mundial para despertar a los habitantes de la tierra y concientizarles de que Colombia es grande!». Para él, más que un trabajo, narrar un partido de fútbol es un orgullo. El momento en el que se siente más colombiano.

Con la muerte de Andrés Escobar, Vinasco fue contundente: «Me da rabia que digan que fue por el autogol. A Andrés lo mataron por un lío de faldas, no tenía nada que ver con el fútbol. A mí me hace mucha falta. Entrevistarlo era una dicha, porque era de los pocos que estaban bien preparados. Y, claro, es comprensible, cuando lo mataron todo el mundo dijo que había sido por el Mundial, porque con esa fama que tenemos…».
El fútbol siempre ha sido su deporte consentido. Sin embargo, últimamente está más dedicado al golf, en parte por su hijo mayor, William, que quiere ser golfista profesional.

«El niño -como le dice Vinasco- ya me gana», me confesó antes de que lo conociera en persona. A pesar de saber de antemano que William tiene 16 y Brian 14, me cuesta trabajo conciliar esa forma paternal de hablar con los adolescentes que viven en su casa. «Cuando llego en las noches, ellos saben que es hora de dormir. Les quito sus gafas, porque ambos tienen astigmatismo, y rezamos las oraciones juntos». Al verlos, me parece increíble que aún los acueste y rece con ellos, pero poco a poco la adoración por su papá va haciéndose patente en ambos.

Luego de la sesión fotográfica, la familia se detiene un rato a conversar en el corredor de la entrada, donde hay un atril enorme con una Biblia -abierta en la Tentación de Jesús en el desierto- y un Cristo en una pared y, del otro lado, un reloj de pie, de dos metros, que perteneció a la emisora La voz de la patria, en Barranquilla, de la que él ahora es dueño.

Discuten sobre a qué restaurantes les gusta ir. Brian dice que a Santa costilla, el recién inaugurado restaurante de su papá, en Usaquén. Vinasco explica que el lugar ha tenido tanto éxito por su receta (que buscó en viajes por el sur de Estados Unidos), y confiesa que está buscando otros dos locales, uno en Bogotá y otro en Cartagena, para abrir sucursales.

Ya de noche, William se sienta frente a su computador, ubicado junto a una biblioteca que tiene los volúmenes más variados: desde Bodas para dummies hasta las obras de Manuel Antonio Machado, empastadas en tapa de cuero con letras doradas. Abre el computador y el protector de pantalla es una hermosa piscina azul: «Mi finca en Anapoima», dice. «Tiene todo», le digo, refiriéndome a su familia, sus propiedades, su emisora y su fama.

Le pregunto qué le falta. «La Alcaldía», confiesa. «Quiero que Bogotá sea una mejor ciudad para vivir. Yo ya he hecho de todo y es tiempo de retribuir, de servir». Sin embargo, aún no sabe si va a lanzarse por tercera vez a la contienda. «Es un desgaste grande, no sólo económico, porque la plata de mi campaña fue mía, para no tener deudas con nadie. También se resiente mi tiempo con la familia. Y si Uribe se lanza, como insinuó, yo no tengo posibilidades, así que aún no sé qué hacer». Por ahora, sin embargo, parece concentrado en el proyecto de escribir su biografía. Me muestra un libro que está leyendo, un regalo de Karen para que comience.

Se titula Los mecanismos de la ficción, de James Wood. «Es bueno», le digo. Vinasco ya tiene la camisa arrugada. Se sienta en la sala dándole la espalda a una obra de arte abstracto. «No sé qué es -me dice con una carcajada-. Sólo sé que vale mucho». «Lo otro que vale mucho -le digo- es ese cóndor», y le señalo un pequeño cuadro de Obregón. Vinasco sonríe y acepta que no sabe mucho de arte. Cuando me despido, él y su esposa me acompañan a la puerta y me dicen adiós con la mano, como en una postal. No sé aún si tanta armonía hogareña sea cierta.

Lo que sí es verdad es que William Vinasco probó que ser colombiano no es sólo saber un puñado de frases ocurrentes, sino habérselas inventado.

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