Bendita sea tu pureza

Yo acababa de cumplir diez años, y Teresita iba por los diecinueve. Ahora, ya de mayor, pienso que si en esa época le hubiera contado a alguien lo que ocurrió entre los dos, nadie me habría creído. Pero que pasó, pasó.

El pueblo era tan tranquilo, que elevar una cometa resultaba todo un acontecimiento. También fueron sucesos importantes la muerte de Firpo, el perro de don Jesús, al que le dio rabia, y contra el que uno de los policías municipales -el Crispín para más señas-disparó un balazo que duró retumbando en la memoria de la gente por muchos meses; o la forma como las campanas de la iglesia, un domingo de resurrección, empezaron a sonar sin que nadie las tocara; o el matrimonio del alcalde con la hermana mayor de Teresita, para lo cual trajeron de la ciudad vecina una orquesta de doce profesores que tocaban valses y contradanzas; o la inauguración de los teléfonos, que acortaron de repente las distancias.

Teresita daba clases en la escuela. Nos enseñaba a sumar, restar, multiplicar y dividir. Se paraba frente al tablero con su vestido blanco, y yo no miraba los números sino sus piernas; no entendía que dos más dos son cuatro pero comprendía que sus senos eran dos y que cuando hablaba o suspiraba templaban la tela de la blusa de una manera agresiva que distribuía un extraño perfume de mujer por todo el salón; no daba pie con bola para aprenderme las tablas de multiplicar pero se multiplicaban mis deseos de acercarme a ella, tocarla, presionar con mis manos abiertas no sólo las esferas de su pecho sino las de su grupa, que aparecía ante nosotros en su lujurioso esplendor cuando se empinaba para escribir en el tablero el resultado de las opera-ciones matemáticas.

A la hora del recreo, los niños y niñas salían al patio. (La escuela, anticipándose a lo que se volvió después costumbre, era mixta). Teresita se sentaba en una silla de mimbre, baja y destartalada, y balanceaba las piernas. A veces yo lograba verle una rodilla, el comienzo de los muslos, y la tarde de un miércoles, víspera del Jueves de Corpus, logré verle un poco más allá, hasta ese sitio misterioso, terrible y alucinante, donde se juntaban sus piernas en el beso de seda de los pantis.

Yo amaba a Teresita, aunque no sabía nada del amor. Lo pienso ahora, cuando mucha agua ha corrido bajo los puentes. Entonces yo deseaba de alguna forma estar con ella. Y en esa palabra, «estar», se resumía todo: pasar mi mano sobre sus rodillas, aventurarme hacia el desfiladero de sus piernas, oler su cuerpo que no necesitaba de perfumes artificiales, meter mi cara entre su pelo y mis ojos dentro de su escote hasta sus últimas fronteras. Teresita bailaba en mis sueños, andaba a paso lento por mis pesadillas, era la responsable de mis desvelos y de los calambres que a veces me atacaban aún durante la misa y me endurecían el sexo apenas inicial con una deses¬peración desconocida. Teresita estaba en mis cuadernos, entre los libros de religión, en el morral donde llevaba mis onces, en el sabor de las mel¬cochas, en el gusto agridulce de las ciruelas. Teresita se insinuaba en la redondez de las manzanas, en el viento que mecía los guaduales, en las estrellas que se asomaban por las noches, en los granos de mazorca sobre el rojo del tomate de las ensaladas, en él sabor de la crema dental, en el agua de la ducha que me envolvía como yo deseaba que ella me poseyera, me metiera dentro de sí, bajo sus vestidos, entre su carne. Teresita era mi ropa, mis zapatos, la peinilla con que procuraba domesticar el desorden de mi pelo; y su olor andaba al trote por mi cepillo de dientes, por el libro de oraciones con que me habían preparado para la primera comunión, en el pan nuestro de cada día. Teresita era el pueblo, el mundo, el aire, el agua, el sol que avanzaba con cuidado sobre mi piel que ansiaba ser tocada por sus manos. Yo deseaba que fuera mi ángel de la guarda y que no me dejara ni de noche ni de día, y era al mismo tiempo mi diabla particular, mi jubilosa demonia, mi tormento.

Tal vez algo notó ella en mi modo de mirarla, en la forma como me temblaban las manos cuando me pasaba al tablero, en el silencio agresivo con que me quedaba observándola, quitándole el vestido blanco, las medias tobilleras, los pantaloncitos, el corpino, todo lo que yo sabía que usaban las mujeres porque lo había visto tendido en las cuerdas del patio después de que mi hermana mayor lavaba los sábados y los miércoles. Teresita debió saber que yo andaba loco por ella, y que no había aprendido ni a dividir cuatro entre dos por andar pensándola no como maestra sino como mujer. Y sin duda intuyó que por eso mismo nunca logré memorizar el Ángel de mi guarda y la Bendita sea tu pureza, las dos oraciones que nos hacía recitar al iniciar las clases de madrugada, y al terminarlas con el sol de los venados.

Quizá por estar en esas no me di cuenta de que el pueblo había cambiado. Ya el recuerdo del disparo hecho por Crispín contra Firpo, fue borrado por otros disparos que no buscaban perros enfermos sino hombres con ideas diferentes; ya en las noches los muchachos no se preparaban para dar una serenata sino para perpetrar un asalto; ya las campanas de la iglesia no habían vuelto a repicar con alegría sino que doblaban a muerto; ya los mercados no termi¬naban en parrandas sino en levantamiento de cadáveres. Los viejos lo sintetizaban en pocas palabras: había llegado la violencia.

Surgieron Comandantes como arroz. Y el Comandante Cuatro, un tipo malencarado, de grandes bigotes parecidos a los que lucía Pedro Armendáriz en las películas que ya no pasaban en la casa cural, de pistola a la cintura, de caballo negro y sombrero blanco, empezó a ir a la escuela con frecuencia. No para aprender, sino para enamorar. Y Teresita se derretía delante de él, así como yo me derretía delante de ella.

Pero curiosamente esa situación vino a favorecerme, de una manera un poco turbia, como son la mayoría de los procederes humanos. El Comandante Cuatro había partido para una misión en el pueblo vecino. (Luego supimos que se trataba de asaltar las oficinas del juzgado para quemar unos expedientes que, por asesinato, se adelantaban en su contra). Teresita despidió a los alumnos temprano. Era un viernes, lo recuerdo, porque precisamente ese sábado yo cumplía mis diez años. Me dijo, como con desgana: «Usted se queda castigado». Yo, por seguir mirán-dola, no me sentí castigado ni nada parecido, y permanecí sentado en el pupitre. Ella ocupó su sitio junto al tablero. Se quedó mirándome largo rato, y de repente empezó a soltarse los botones de la blusa. Yo pensé que me desmayaría, que de los cuatro rincones del salón saldrían los ocho demonios de que hablaba el cura cuando iba a confesarme, que un rayo bajaría del cielo para dejarnos vueltos ceniza. «Acércate», me dijo, y yo sentí las piernas de algodón dulce, y casi que no llego junto a ella. Dejó el seno derecho libre del escudo del corpino y me preguntó sencillamente, un poco ruborizada, con la respiración como después de una carrera: «¿Quieres?».

Yo creí escuchar el galope del caballo negro del Comandante Cuatro, pero luego me di cuenta de que solamente era mi corazón. Y la besé en ese sitio al que sólo había tenido acceso en mis febriles sueños de la madrugada, y apreté con mis labios la delicada fresa del pezón, que entre mi boca maduró creciendo como el botón de una flor abriéndose de pronto. Y después ella misma guió mi mano inexperta por el desfiladero de sus piernas hasta ese vértice húmedo y tibio que olía como un almíbar de anís y de pimienta. Las sensaciones fueron tan intensas que pienso que unas a otras se borraron como las aguas de una catarata cuando se atropellan por caer al vacío. Sólo sé que Teresita fue mi mujer, y que cuando salí de la escuela estaba completamente borracho de su cuerpo, y que para la eternidad se quedó pegada toda ella en mis cinco sentidos: en mis ojos los paisajes de su piel que nadie había estrenado, en mi nariz su olor como el de un jardín con mil corolas diferentes, en mis manos la suavidad de sus colinas y de sus ensenadas, en mis orejas sus gemidos y las palabras entrecortadas de un alfabeto que nunca había escuchado, en mi boca sus sabores de sal y de canela, de azafrán y de menta, de hierbabuena y de albahaca. Sólo sé que cuando tomé el camino hacia mi casa, abandonando la escuela para siempre, Teresita, diluida en el aire misterioso que va tejiendo los recuerdos, iba conmigo.

Y digo «para siempre» porque al otro día, el de mi décimo cumpleaños, supe que Teresita se había ido con el Comandante Cuatro; a correr, en compañía de un hombre como a ella le gustaban, las aventuras de una guerrilla que empezaba a querer cambiar el mundo, con una mística que después se convirtió en negocio.

Ahora, desde mis años, el reflejo luminoso de esa tarde sigue alumbrándome la vida. Y aun cuando he buscado y encontrado otras mujeres, ninguna tiene la suavidad, el olor y el sabor inconfundibles y únicos de Teresita.

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Un comentario

  1. Teresita, mamasota, ayer te vi, pero no se si seguir jugando con esto, o dejar de buscar MÁS algo indeseado, de todas formas, solo quiero que seas feliz! TE AMO…

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