Bendita sea tu pureza – La Yé

Bendita sea tu pureza

Tal vez su verdadero nombre no era Altagracia. Las muchachas del campo suelen llamarse Rosa, Azucena, Hortensia; o también María, Josefa o Jesús. Altagracia sonaba demasiado aristocrático para la tienda de La Ye, por donde pasaban los viajeros que rara vez volvían. Iban del pueblo de abajo a uno cualquiera de los pueblos de arriba, y de ahí a las minas, a la selva o a la capital. Siempre buscando dinero, porque ya no había una meta diferente. A las personas poco a poco se les había olvidado ser: sólo querían tener. La diferencia podía parecer muy simple, pero fue definitiva. Antes se compartían las cosas por ayudar a otros, por amistad, por cariño; y ahora hasta dar un paso tenía que representar la posibilidad de una ganancia en metálico. La gente no vivía: producía. Y -desde luego- ocupados en la tarea de producir, vivir se les había olvidado.

Pero no sé de dónde caí en estas meditaciones, si estaba hablando de Altagracia. Cuando la conocí (yo venía de uno de los pueblos de arriba y buscaba el calor de las vegas del río en el pueblo de abajo) ella andaba bordeando los diecisiete años. Era morena clara, y siempre se recogía el pelo en una trenza oscura que le caía a la espalda, y como un animal vivo e inquieto le saltaba de un hombro a otro. Los ojos eran grandes y tristes, de un claro color de caoba. Lo más hermoso de su cara era su boca, carnosa y encendida como un durazno melocotón. Y su cuerpo atraía fatalmente las miradas, de los hombres que la deseaban y de las mujeres que la medían con una envidia inocultable. Pero lo mejor de Altagracia era cierto atractivo indefinible, como un picante dulce regado por todas partes: no sólo su piel sino sus vestidos y el aire por donde se movía. Ver a Altagracia era una fiesta para todos los sentidos. Parecía puesta en el mundo con el fin de alegrar la vida, darle significado a los sueños y dignificar la lucha nuestra de cada día. Ella era consciente de su poder, pero no abusaba de él. Apenas lo ejercía. Y para ejercerlo, dejaba que a su lado y a su chinchorro se acercaran los hombres que pasaban por La Ye y que no volvían nunca.

Yo no puedo decir que la conquisté. Verla era desearla, y ella en ese sentido parecía un espejo porque devolvía la misma dimensión y la misma medida del deseo. Yo llegué a La Ye un viernes por la tarde, y antes de que comenzara el sábado ya estaba metido en el chinchorro de Altagracia. Ella hacía el amor y lo disfrutaba como una niña golosa puede saborear un postre de manzana. Haciendo el amor era tan bella, tenía tanta luz en los ojos, su cuerpo se endurecía de suavidad y se volvía tan deliciosamente elástico y rotundo, que uno deseaba no terminar nunca. Pero el entusiasmo con que ella lo gozaba y la reiteración de su deleite acababan con cualquier resistencia.

No entiendo cómo después de disfrutarla los hom¬bres se podían ir de La Ye sin volver la vista atrás. Quizá por las cosas en que andaba pensando: que ya a la gente no le interesa vivir en el sentido plenificante de la palabra, sino levantar dinero; o porque la justicia se murió del mal incurable de la inoperancia y fue reemplazada por la venganza, mediante la cual cada uno se cobra lo que cree que le deben. Altagracia era la vida que una nueva filosofía de los valores nos ha ido quitando: era primitiva y bella como la tempestad.

Yo pensé que no necesitaba ir hasta el pueblo de , abajo, ni tomar los caminos que llevaban a sitios, diferentes donde el dinero podía estar esperándome.

No quise la mina de esmeraldas con sus alternativas de riqueza y de muerte, ni la selva que acaba devorando invasores y colonos, ni la capital porque sabía que allí la vida era un ejercicio cotidiano de violencia. Y decidí quedarme en La Ye, y exigirle a Altagracia que fuera solamente mía.

Pero eso era imposible. Como pedirle a la luz que no ilumine a otros, o al agua que no mitigue otra sed. Como domesticar una estrella o ponerle frenos al viento. La noche del sábado ya la muchacha de la trenza estaba dándose a otro, que a la mañana siguiente se iría a la mina; que le prometería volver con buen billete; y que no regresaría jamás, porque los dientes de la ambición son afilados y el vientre de la avaricia es implacable.

La oía con sus gemidos de gata, y espiándola desde la penumbra de los ciruelos le vi la piel desnuda y los ojos brillantes y la belleza entera en todo su esplendor. Y entonces un odio viejo, no hacia ella (que sólo podía inspirar amor) sino hacia él (esa venganza que vino a reemplazar a la f justicia), escupió las balas contra el chinchorro. Yo, que algo conozco de armas, sé que fue una miniuzi, porque en menos de un minuto ese odio represado dejó en los dos cuerpos más de treinta orificios.

Nadie supo quién disparó, porque hace años ya que esas cosas ni siquiera se preguntan. Cuando al otro día llegaron las autoridades del pueblo de abajo, casi no pueden separar los dos cuerpos. Lo único que recuerdo es que todavía en los ojos de Altagracia estaba reflejado el brillo de la pasión, como si el entusiasmo que ponía al gozarse hubiera derrotado el hielo definitivo de la muerte.

Hace años que vivo en La Ye, y no he podido olvidarme de Altagracia. Su recuerdo me amarró la vida a este rincón del mundo, por donde pasan camino de otros sitios los que siguen empeñados en producir, y se han olvidado de que vivir es lo importante. Al menos, mientras alguien viene a matarnos.

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