Así viven las mujeres y los niños que trabajan en las minas de Muzo

Una historia que tiene como protagonistas a los indefensos

Por Gilberto Castillo.

Al llegar a Muzo se descubre que existe otra realidad, bien distinta, a la que desde hace años nos han mostrado en la prensa los titulares de tinta roja. Porque detrás de esa imagen de violencia hay una Colombia amable y humana llena de esperanzas y sinceridad.

Al llegar a Muzo se descubre que existe otra realidad, bien distinta, a la que desde hace años nos han mostrado en la prensa los titulares de tinta roja. Porque detrás de esa imagen de violencia hay una Colombia amable y humana llena de esperanzas y sinceridad.

Al llegar a Muzo se descubre que existe otra realidad, bien distinta, a la que desde hace años nos han mostrado en la prensa los titulares de tinta roja. Porque detrás de esa imagen de violencia hay una Colombia amable y humana llena de esperanzas y sinceridad.

Sentimos algo de temor, cuando en el pueblo varias personas nos advirtieron sobre el recelo que en las minas podría despertar nuestro trabajo, sin importar que este estuviera dirigido a las mujeres y a los niños. De hecho, la vida no es fácil allí y eso se advierte en el ambiente. Todo está impregnado de color barro. A lado y lado del camino se ven ranchos de madera y de paroi, y de ellos, al paso de cualquier vehículo, salen mujeres embarradas hombres y niños descamisados que han terminado su labor en el caño o que hacen una pausa para descansar. Lo que más sorprende al visitante es la osada arquitectura, que irrespetando la geografía del lugar, ha construido ranchos hasta de dos y tres pisos al borde de los grandes barrancos. En cada uno de ellos, por pequeño que sea, vive un mínimo de seis personas que pueden ser familiares o amigos que se conocen muy bien. «Porque para no correr ningún riesgo, uno tiene que saber con quién anda y con quién duerme», nos dijo Constanza una joven que lleva diez años en la mina y que no sabe hasta cuándo seguirá allí.

Las mujeres que viven en las minas de Muzo, sobre todo las que son guaqueras, vienen de distintos lugares del país y casi todas han emigrado por la misma razón: la falta de oportunidades de trabajo. Algunas han estudiado una y hasta dos carreras intermedias, Oirás son casadas y fiar llegado con sus esposos e hijos También están las abandonadas y las viudas que tienen a su cargo la res­ponsabilidad del hogar, y como en todo, las de vida alegre y las cazaforunas.

«Como la situación económica está tan fregada, lo único que le queda a uno es venirse para la mina Yo tengo cuatro hijos, de los cuales dos están aquí conmigo, y una venta de comestibles en la playa (orilla de caño), la cual atiendo mientras m esposo trabaja lavando la tierra Cuando pasa la venta, me vengo a palear», dijo Margarita Rojas, una mujer de piel morena que vistiendo falda y unas botas de caucho que le llegan hasta las rodillas, estaba metida en el barro.

El caño es el alma y vida de las personas que han llegado a probar suerte. A lo largo de él hay mucha actividad y se mueve todo tipo de negocios. Cuando se va llegando a la zona más  populosa, se descubre mucho comercio, en el cual hay desde puestos de comida hasta tomaderos de gaseosa, pasando por rifas de carros camperos y juegos de bingo y loterías, que en su mayoría son ofrecidos por mujeres.

Las mujeres aparte de guaquiar tienen oficios específicos 

Las mujeres, sean casadas, compañeras de rancho o concubinas, además de guaquiar deben cumplir con los oficios de siempre: cocinar y lavar. No se plancha porque ese lujo no se lo da nadie y tampoco se tienden camas, porque estas no pasan de ser camastros de dos o tres niveles en los cuales para dormir, por costumbre, casi nadie se desviste.

Patricia Rozo tiene 26 años y es soltera, atractiva y madre de un niño que vive con los abuelos en Bogotá. Se graduó como secretaria y posteriormente    como    auxiliar    de enfermería. Lleva seis meses como guaquera y ha tenido suerte porque ha sacado casi un millón de pesos. Llegué a Muzo dice porque conocí una cuñada de don Gilberto Molina como el sueldo que ganaba en un consultorio no me alcanzaba, le dije a la señora que me trajera. De nada valió que ella me explicara que el ambiente era muy duro. Que había mucho peligro y que para ganarme la vida  tenía que echar pala y lavar tierra como cualquier hombre. Al principio sufrí mucho pero poco a poco me fui adaptando y aprendiendo a sobre vivir». Patricia es una compañera de rancho, porque vive en uno de madera con cinco personas más. «Todos son hombres. Yo soy la encargada de hacer la comida y lavar. Mi vida como ama de casa, si así se puede llamar, empieza a las seis de la mañana cuando me levanto a preparar el desayuno para todos y termina a las nueve, después de que todo está más o menos limpio. De ahí en adelante, hasta las cinco de la tarde, me bajo para el caño a trabajar. Mi novio se llama Humberto y es comerciante. Aquí seguiré hasta cuando consiga para una casa en Bogotá y no tenga que pagar arriendo».

En Muzo, como en cualquier sitio, la vivienda define el estatus social de las personas. Los que viven en ranchos de madera, son los más pudientes, y los de menos recursos, como en el caso de Zulma Inés Cifuentes, viven en un rancho de paroi. Zulma es posiblemente la más novata de todas las guaqueras, porque hace solamente un mes que llegó con su esposo, sus hijos de cuatro, tres y dos años, su hermana y su sobrina. «Cuando vivíamos en Bogotá yo trabajaba en cualquier cosa: lavando, planchando o empacando cajas en Colsubsidio. Mi esposo tenía un puesto en un taller pero lo perdió y quedamos en mala situación. Llegamos aquí porque unos amigos que nos conocían nos trajeron. Sufro mucho porque uno no se adapta  fácilmente a esta vida, pero más que todo  porque no se consigue leche  para los niños, ya que a cambio de ordeñar, la gente se dedica a la minería. Al caño voy dos veces por semana porque con mi hermana nos turnamos el cuidado de los niños».

El verano no es bueno para nosotras ni para nadie 

Las minas de esmeraldas son administradas por Coexminas, una compañía que tiene concesión con el Gobierno. Sus administradores son quienes todos los días definen dónde termina la zona pública y donde empieza la zona restringida. «Una época de verano, como esta que estamos viviendo, no es buena porque no hay tambreo y baja la producción dice Graciela Zayo, quien con sus 22 años lleva 17 yendo a la mina, y hasta donde se acuerda, sólo ha vivido de este oficio. El tambre: son grandes toneladas de tierra que re­mueven los obreros de Coexminas para encontrar la veta (franja de tierra donde se acunan las gemas) y posteriormente son arrojadas a lo largo del caño. Allí también van esmeraldas. «Cuando viene el tambre uno tiene que estar lista a salirse del caño y a ocupar su puesto, porque si no se avispa le quitan el paleadero (puesto de trabajo en el caño). Los hombres muchas veces por ganarnos nos empujan, otras veces nos mojan con mangueras y algunos son tan machistas que si uno se descuida le pegan y le quitan lo que haya conseguido. De todas maneras, a pesar de que los guaqueros y los comerciantes son tan gallinazos, el respeto se lo hace dar una misma», termina diciendo Graciela.

Comerciando con gemas,también le hacen competencia a los hombres 

«En el negocio de esmeraldas como en todo, también hay trampa y la que con más frecuencia se ve, es la de gemas cocidas», dice Ana Beltrán.

Una gema cocida es aquella que por no ser de buena calidad se pone a hervir en una olla a presión hasta cuando suelta un color bonito, que con el tiempo vuelve a desaparecer.

Ana, como todo comerciante que se respete, lleva un poncho y un som­brero que son prácticamente el distintivo de los comerciantes. Tiene 53 años, un hijo de dos y un esposo del que no sabe nada. «En un negocio uno se gana 50, 100 y hasta 300 mil pesos. Pero también se pierde. El comerciante tiene mucho gasto, sobre todo con sus planteros, que son muchachos nuevos en el oficio, que muchas veces no tienen ni con qué tomarse una gaseosa y uno les da plata para que puedan trabajar y cuando encuentran piedritas se las vendan. Yo planteo a doce muchachos. Me han resultado muy buenos, porque si consiguen algo y no estoy me esperan hasta que llegue». Ana admite que su mayor día de suerte fue cuando sacó una esmeralda que costó un millón setecientos mil pesos. «En esa época era guaquera y todavía no empezaba a negociar».

Ascened Cortés y Ana Silva, son dos comerciantes que trabajan en sociedad. Ascened tiene dos niñas y es separada. Al cuello lleva un pendiente de esmeralda, por el cual le han ofrecido hasta 100 mil pesos. Ana Silva es oriunda de Somondoco (Boyacá). «Antes de ser negociante me dedicaba a la agricultura, pero eso se puso tan malo que no daba ni la base y cuando una es sola y tiene obligación, porque tengo dos hijas, tiene que rebuscarse. Hasta ahora no me han tumbado porque conozco muy bien el negocio». Ella, como su socia Ana, dice que seguirá yendo a la mina hasta cuando haya esmeraldas.

Mina de esmeraldas de Muzo, alma y vida de quienes buscan fortuna.

Mina de esmeraldas de Muzo, alma y vida de quienes buscan fortuna.

Cuando hay tambre las fallas a clase se multiplican

De las entrañas de Muzo ha salido tanto dinero que nadie es capaz de contar la cantidad exacta. Pero esa riqueza para la región resulta tan fugaz, que la pobreza no sólo se mide en las calles del pueblo y en las vías de acceso, sino también en las escuelas.

Los profesores de la concentración departamental de la Y, una de las cuatro que existen en la zona, coinciden en que «los alumnos son simples transeúntes por las aulas, porque son hijos de familias que permanentemente están llegando y se están yendo. Los cursos son más numerosos durante el primero, segundo y tercer año. Después van disminuyendo porque los muchachos se vuelven muy afines al dinero y prefieren ir a guaquiar. Los días en que hay tambreo, la asistencia disminuye bastante, sobre todo entre los jóvenes, que poco a poco se vuelven víctimas de la ambición».

El más pequeño de todos los niños que encontramos se llama José Olinto Urueña  y a sus cinco años sabe perfectamente  cuál es el verde más bonito  de las esmeraldas. Cuando llegamos donde estaba tantiando palear con la misma torpeza que si estuviera dando sus primeros pasos sin levantar la carita, a media lengua mientras movía las manos nerviosamente, nos respondió: «Estoy paliando… me vine con mi papá y con mi mamá. En Bogotá tengo dos hermanos que estudian y viven solos en una pieza y a veces vamos a visitarlos».

De todos los niños, quien más suerte ha tenido es Miguel Salinas tiene trece años y antes de terminar la primaria ya había sacado tres guacas, una de cien mil y dos de ochenta mil. «La mitad de la plata se la doy a mi papá, y el resto la dejo para comprar ropa y tomar gaseosa». No toma trago porque no le gusta y los domingos cuando va al pueblo lo primero que hace es meterse a cine.

Alejandro Duque tiene catorce años y es el polo opuesto de Miguel es tímido. Hace tres meses que este en la mina y ni siquiera lo han dejado salir al pueblo. Iba camino al rancho porque es el cocinero del grupo  y debía preparar el almuerzo. Su cara sus manos y sus ropas estaban llenas de barro. Camina perezosamente como quien a su edad está cansado de muchas cosas. Vive con su papá sus hermanos y otros guaqueros.

Trabajar en una zona como Muzo no es fácil, y aunque aparentemente hay dinero, este tiene un precio demasiado alto, porque si no se conoce el ambiente o no se cuenta con ningún apoyo, se corre peligro. Allí la vida no es fácil y las esmeraldas llegan por golpe de suerte.

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